Pirateando, que es gerundio

El debate sobre la piratería es algo casi tan cíclico como el salir del Sol, al menos en lo tocante a las redes sociales como Twitter. Si un día se polemiza muy apasionadamente, por decimoctava vez en lo que llevamos de año, sobre Dark Souls y la dificultad en los videojuegos, muy probablemente al próximo alguien se ponga a hacer un absurdo proselitismo de los zoológicos, en una espiral de discusiones sin fin contra gente que sí aprecia y respeta a los animales y casi seguro que poco después, por eliminación, el enfrentamiento del día versará sobre la piratería al respecto de las obras artísticas contemporáneas.

Sobre la piratería se ha dicho mucho, de incontables maneras y prácticamente desde todos los puntos de vista que uno se pueda imaginar, así que este texto probablemente funcione, para muchos lectores, como una suerte de recapitulación de los puntos clave y más interesantes de los argumentos habitualmente esgrimidos en las contiendas dialécticas sobre este tema, más que como una disertación novedosamente original. Puesto que los últimos coletazos del debate han circunnavegado el mundo del manganime como Henry Morgan lo hizo en su día con las islas del Mar Caribe, nos centraremos, en las presentes líneas, en el citado mundillo, por encima de otros campos artísticos como el videojuego o el cine, más allá de recurrir a los mismos para eventuales referencias.

¿Es la piratería algo que está mal? La respuesta rápida es extremadamente sencilla. Sí. Sobre el papel, y viéndolo de la manera más general posible, es algo que está mal. Lo es legalmente, porque existen leyes que penan su ejercicio y lo es, también, moralmente, porque al final se reduce a apropiarse de manera no legítima del fruto del trabajo ajeno. Ahora bien, y aquí llega el quid de la cuestión, existen unas matizaciones muy grandes e importantes en todo este asunto que resulta imprescindible comprender y tener en cuenta cuando se intenta analizar desde una visión completa y llegar a unas conclusiones mínimamente serias. Siempre es buena idea partir de un poco de contexto. El pasado enero, según el popular sitio web de noticias Anime News Network, la ABJ —Authorized Books of Japan— estimaba en más de un trillón de yenes las pérdidas que la piratería podría haber causado a la industria del manga sólo durante el transcurso de 2021. Al cambio actual, eso equivale a casi siete mil millones de euros, más o menos como la recaudación combinada de Avatar, Los Vengadores: Endgame y Star Wars: Los Últimos Jedi. Más allá de la debatible exactitud de estas aproximaciones, en coincidencia temporal con esto, en Japón se están volviendo cada vez más duros con la piratería, retirando páginas web de scans y presentando cargos judiciales contra los propietarios de las mismas.

Biorg Trinity, el mejor manga del que jamás sabréis el final… ¿por culpa de la piratería? / ©Shueisha

Suele existir cierto consenso en torno a que, tocando brevemente el mundo del videojuego, ha habido casos comprobados en los que un excesivo peso de la piratería ha llevado a descalabros comerciales, como ocurrió, sin ir más lejos, a principios del siglo XXI con la Dreamcast, apuntado desde la propia Sega como uno de los motivos cuando decidieron descontinuar la consola, e incluso con desarrolladoras como los españoles Rebel Act Studios —creadores del genial Blade: The Edge of Darkness y que en cierta medida dieron nacimiento poco después a Mercury Steam—. Asimismo, también es de consenso general que algunos mangas han sufrido en sus carnes esta práctica de una forma negativa. Se suele poner el ejemplo de Biorg Trinity, excepcional trabajo de Oh! Great —creador de Air Gear y actual ilustrador de Bakemonogatari— y del novelista Ōtarō Maijō, del que ninguna editorial de habla inglesa se quiso hacer cargo porque, aparentemente, casi todos los posibles compradores del manga lo había leído ya en sitios piratas. Irónicamente, el equipo encargado de su fantraducción terminó abandonando la obra apenas a diez capítulos de su final, con lo que nadie que no sepa japonés o francés —pues sí se localizó al norte de los Pirineos— sabrá jamás como termina.

Pero el problema es que esa es únicamente una de las dos caras de la moneda y resultaría injusto no aceptar que también existe otra. Jojo’s Bizarre Adventure es actualmente una de la franquicias transmedia de acción niponas más exitosas. Su manga aparece una y otra vez en los tops de popularidad y cada nueva temporada de su anime que se anuncia es celebrada como un título de Champions League del Real Madrid por parte de Tomás Roncero y Alfredo Duro. Pero si echamos la vista atrás, no fue hasta 2016 cuando Selecta Visión licenció en territorio nacional, y en formato doméstico, una animación —que actualmente es distribuida por Netflix— que había comenzado su andadura en octubre de 2012. Para mayor diferencia, su manga original, que genera aún más pasiones entre los seguidores, no fue traducido y publicado en español hasta 2017, cuando se hizo cargo del mismo la editorial Ivrea. Hablamos de la friolera cantidad de 30 años después de la aparición de su primer tomo en Japón. Pero, por supuesto, antes del bienio en el que la obra de Araki cruzó nuestras fronteras, el título que nos ocupa era de todo menos desconocido para los otakus de habla hispana. Lo que hizo que las empresas nacionales se atreviesen con una franquicia de tantísimo riesgo editorial —sólo hay que ver lo que se dijo de Kochikame durante tantos y tantos años— fue el clamor popular, las voces masificadas de miles y miles de aficionados que habían conocido Jojo’s por medios quizá no del todo legítimos, pero que les llevaron a descubrir una saga que se ha quedado con ellos desde entonces. Y fue tras su llegada oficial y legal cuando su fama recibió un empujón aún mayor, el último, que la aupó hasta las mismas estrellas. Y lo mismo podríamos decir de Shingeki no Kyojin, Bakemonogatari —de la que, de hecho, jamás se ha localizado su anime, pese a ser el más vendido en Blu-ray en su país de origen entre 2010 y 2020— o Madoka Magica, que vieron alguna de sus versiones licenciadas, fuese en disco o en papel, en Occidente gracias al peso y dedicación de sus fans.

En cierto modo, la piratería ha recogido el testigo de lo que una vez hicieron las televisiones durante la década de los 90. Acercar el anime a las masas. La generación millennial creció acompañada de Campeones y Dragon Ball en Antena 3, de One Piece en Telecinco, Slayers en La 2 de Televisión Española, con Neon Genesis Evangelion y Doraemon triunfando en cadenas autonómicas como la TVG y, posteriormente y en menor medida, con títulos como Outlaw Star o Samurai Champloo en Cuatro, incluso ya mediada la primera década de los 2000. El consumo de tales producciones durante la infancia y preadolescencia llevó a muchos jóvenes a convertirse en ávidos seguidores del manganime para la posteridad. Pero las televisiones convencionales, más allá de algunas emisoras locales o cadenas infantiles como Boing, dejaron de apostar por la animación nipona y, en la última década, la presencia de anime en la parrilla televisiva ha sido menor que testimonial. Pero, por suerte, Internet llegaba entonces para tomar el relevo. Ante la desconfianza de los ejecutivos de los grandes conglomerados de la comunicación audiovisual y la tendencia, por entonces, minoritaria a la edición de anime para consumo particular —con honrosas excepciones, como la colección DVD Manga de Selecta Visión— los seguidores del mundillo tuvieron que recurrir a las bondades de la World Wide Web para seguir nutriéndose de contenidos, o incluso poder continuar con el visionado de las que eran sus series favoritas —como cuando One Piece fue vilmente abandonada por Mediaset—. Y así hasta el día que nos ocupa. Actualmente, los más jóvenes descubren, por ejemplo, Tokyo Revengers en la web de scans y fantraducciones que esté más de moda, se vuelven seguidores acérrimos, hacen suficiente ruido y, viendo la oportunidad de negocio, las empresas toman cartas en el asunto.

¿Se habría comercializado en España la obra del mangaka ultranaciolista y anticoreano más famoso del momento de no ser por su deslumbrante popularidad previa en webs de fansubs? / ©Kōdansha

También habría que tener en cuenta que gran parte de las compras que se realizan, al menos en España, por parte de los seguidores del manganime, se hacen con motivo e intención de coleccionismo. Porque al final, muchas personas conocen una serie prometedora gracias a la MangaGratis89 de turno y, una vez Norma, Panini o cualquier otra editorial, la licencian en nuestras tierras, terminan comprando igualmente sus tomos recopilatorios, pese a haberlos leído ya, porque realmente siguen otorgando un importante valor emocional a la obra y quieren tenerla en su estantería. Si se permite a quien firma estas líneas hablar en clave personal, actualmente leo de manera simultánea 198 mangas —ojeando capítulos de una veintena de ellos cada semana, dejando acumularse los de las demás series y pasando a otros 20 la semana siguiente—. De esos 198 apenas un 15% de los mismos se editan actualmente de forma legal en España, pues aunque la distribución haya aumentado espectacularmente en los últimos años, la producción de manga es algo tan descomunal que ni con el cuádruple de editoriales de las que hay ahora podríamos siquiera acercarnos al volumen de lanzamientos del otro lado del mundo. Hablamos, aproximadamente, de unos 150 tebeos de mi lista que es imposible que pueda seguir de forma legal salvo que aprenda un nivel alto de japonés y decida importar los volúmenes o las revistas que los contienen directamente desde tierras niponas. Cualquiera entenderá que resulta una idea rayana en lo ridículo.

De un tiempo a esta parte, las posibilidades de seguir nuestra serie favorita de forma completamente legítima son cada vez más grandes. Cada año, las editoriales presentan un mayor número títulos a comercializar y no hay más que comparar las secciones de manga en Fnac hoy con las de la década pasada para ver la diferencia. Los servicios online estilo catálogo son más populares cada día que pasa, teniendo ejemplos como Netflix o Amazon Prime cuando hablamos de series de televisión o el Game Pass en lo tocante a videojuegos, con lo que no es de extrañar que, siguiendo esa estela, llegase en 2019 a España Mangaplus, de la mano de la editorial Shūeisha, que distribuiría un conjunto creciente de obras salidas de la Weekly Shōnen Jump y otras publicaciones de la citada empresa. Pero de nuevo, no es más que un árbol entre todo un bosque. Precisamente, las obras de la Jump se encuentran entre las que más pueden resistir que parte de sus lectores elijan la piratería prioritariamente sobre el consumo legal. Al final todos entendemos que igual que no tiene las mismas repercusiones económicas y laborales para sus creadores piratear, en vez de comprar, el Call of Duty que un indie creado por tres personas en el salón de su casa, tampoco es lo mismo hacerlo con One Piece o Jujutsu Kaisen que con Tsui no Taimashi: Ender Geister o Ashita, Watashi wa Dareka no Kanojo. Pero, como siempre, la sombra del capitalismo es alargada y, como una pescadilla que se muerde la cola, es infinitamente más sencillo adquirir de manera legal los dos primeros que la otra pareja de obras mencionada. No se compran muchos mangas minoritarios directamente porque no hay una editorial que apueste por ellos.

Para concluir, nadie de aquí es policía. No tiene sentido perseguir o vilipendiar a la gente en redes sociales por piratear o por defender el no piratear, dentro de unos límites lógicos. No todo lo que hacemos en nuestra vida es algo moral y éticamente correcto, porque al final, una existencia total e impolutamente virtuosa es algo utópico, por encima de cualquier ensoñación. El que no come carne alguna vez ha mentido a su madre o copiado en un examen de la universidad. Y no pasa nada, de verdad. Tampoco hace falta la autojustificación constante en nuestro día a día o en contextos informales. Y, en contraposición, tampoco nadie es un adalid de la clase obrera o un revolucionario equiparable al Che por piratear Mario Odyssey. Como además de consumidor también es en cierta medida creador, la opinión del director de Futoi Karasu al respecto siempre va a ser la misma. Si tenéis la oportunidad —y la capacidad económica, que al final es algo de lo que no se ha hablado en este artículo por falta de espacio, pero que también es importante— de conseguir una obra de forma legal, hacedlo. Porque no sólo estaréis colaborando, aunque sea muy minoritariamente, con su autor o autora, sino que ayudaréis a que un mercado por ahora creciente en Occidente, aumente todavía más y, con ello, un mayor número de títulos, con suerte cada vez menos mainstream, crucen nuestras fronteras, diversificando la oferta disponible y, posiblemente, atrayendo a más seguidores al mundo que nos apasiona. Y si no, pues siempre quedará embarcaros en el galeón de Bartholomew Roberts.

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