Toda obra debe analizarse dentro de un contexto, ya no solamente en relación a los antecedentes que condujeron a su creación, sino también a su posterior permanencia en el imaginario colectivo y su posible repercusión en el futuro del medio de que se trate. Así, hay historias cuya leyenda se engrandece con el paso de los años y otras que, por su parte, menguan en el recuerdo.
De entrada, Dark Souls III no las tenía todas consigo, pues su estatus como continuación tanto de Dark Souls II como de Bloodborne —exclusivo de PlayStation 4 que es considerado parte de la saga espiritual de FromSoftware— ponía en un incómodo entredicho a su desarrolladora. Anunciada en la conferencia de Microsoft del E3 2015, el titular que encabezaba toda noticia sobre esta entrega era el retorno de Hidetaka Miyazaki en el papel de director, tras su ausencia en el anterior título numerado y el, generalmente así entendido, palpable impacto que esto había tenido en la calidad de Dark Souls II. Sin embargo, este no era el único peso que recaía sobre la obra, pues el éxito del visceral a la par que elegante Bloodborne —que Miyazaki sí dirigió— traía consigo un aumento de las expectativas de cara a qué sería lo siguiente de un estudio al cual, ya por aquel entonces, era imprescindible seguirle la pista.

Con anterioridad a su lanzamiento en la primavera de 2016, se nos advertía de que este sería el capítulo final de la franquicia Souls. Miyazaki había ascendido al rol de presidente de FromSoftware en 2014 y Dark Souls III era el último proyecto cuyo desarrollo había comenzado con carácter previo a este cambio, por lo que era la ocasión perfecta para poner punto y final a la serie y, de cara al futuro, apostar por obras más experimentales en lo jugable —se nos podrían venir la mente Sekiro: Shadows Die Twice o Armored Core VI: Fires of Rubicon— y en lo estructural —sería este el caso de Elden Ring—.
Debemos tener presente que, en el transcurso de ocho años desde Demon’s Souls, se habían lanzado cinco juegos que, con sus particularidades, mantenían unas dogmas de diseño que comenzaban a virar hacia el agotamiento y, en cuanto tales, exigían un paso hacia adelante más atrevido que volviese a capturar el misterio que caracteriza al sello Soulslike. Así, hay una hermosa ironía en que el cierre de la trilogía encapsule dicha fatiga en lo estético, lo narrativo y lo jugable, al mismo tiempo que emplea tales recursos para reflexionar sobre las historias interminables y la importancia de aceptar que las cosas deben acabar.
El título nos pone a los mandos de un latente, es decir, un desdichado que trató de enlazarse con la Primera Llama y no pudo soportar su abrasador poder. Han pasado siglos desde los hechos de Dark Souls y, con independencia de la decisión que nuestro no vivo tomara tras derrotar a Gwyn, la Edad del Fuego y la Edad Oscura se han seguido concatenando en un bucle, de tal forma que el tiempo y el espacio han comenzado a distorsionarse. Toda una mitología se ha erigido en torno a la sagrada tradición de avivar la Llama, de modo que los héroes que han perpetuado esta tarea a lo largo de la historia reciben el título de Señores de la Ceniza —a quienes la cinemática de apertura nos presenta—. Sin embargo, en esta ocasión el destinado a enlazarse es el aquejado príncipe Lothric, que se niega a participar en un ciclo maldito de vida y renacer. Es entonces que los anteriores Señores son despertados y, tras su respectiva negativa a tomar cartas en el asunto, se nos encomienda a los jugadores que les demos caza y les hagamos regresar —o más bien, a sus restos— al Santuario de Enlace de Fuego, donde nos permitirán custodiar la legendaria hoguera.

Se suele decir que los juegos de FromSoftware tienen un excelente diseño de niveles y Dark Souls III no es una excepción en absoluto. Tras un solemne descenso por el gran muro de Lothric, nos espera un neófito y decadente mundo repleto de mazmorras, de aldeas y ciudades abandonadas, de la iconografía de fes tan antiguas que ya no se profesan y, por supuesto, de monstruos agresivos que tratarán de impedir nuestro paso por el reino. Zonas como la Catedral de la Oscuridad o el Gran Archivo conservan el inteligente sistema de atajos de la saga y lo amplifican al infinito, lo cual nos inserta de forma muy efectiva en el plano jugable. Cada pasadizo oculto, cada puerta que solo se abre desde un lado o cada ascensor que nos vamos encontrando exigen que el jugador piense en las distintas rutas a través de cada entorno con la misma dedicación que con la que combate, pues aprender a navegar ubicaciones laberínticas es tan importante como batirse en duelo contra inconmensurables enemigos en un Soulslike.
Sin embargo, esto amerita sus matices. Cada rincón de Lordran en Dark Souls estaba interconectado de formas inesperadas a la par que emocionantes —véase, el primer ascensor en la Parroquia de los no muertos que nos permite bajar al Santuario de Enlace de Fuego—, lo cual convertía a todo el espacio en un gran ovillo de lana de cuyo hilo íbamos tirando poco a poco y que premiaba nuestra pericia al explorar fuera del orden esperado. En cambio, esta tercera parte sigue lo pautado por el resto de entregas —incluido Bloodborne, a pesar de ciertos coletazos de libertad— y apuesta por una progresión rotundamente lineal, de modo que cada zona conduce a la posterior de forma cómoda, directa y sin que sea necesario tener presente la estructura de Lothric.
Así pues, mientras que los niveles de Dark Souls III son individualmente brillantes, Miyazaki y compañía sacrificaron parte de la inmersión a nivel global para focalizarse en una experiencia más guiada, lo cual no será del gusto de todos —y que, quizás, ni siquiera es lo que el propio creador trataba de presentar—. Todo sea dicho, esta fórmula tiene ventajas probadas como que resulta en una curva de dificultad más agradable, ya que cada enfrentamiento está diseñado teniendo en cuenta de manera precisa el nivel que se espera del jugador para cada momento, así como las mejoras de su frasco de estus que haya ido encontrando. No obstante, es innegable que una cierta magia se perdió con dicho cambio respecto del título original lo cual, si también tenemos en cuenta la repetición estética y temática de la mayoría de áreas —a pesar de la hechizante belleza de lugares como Irithyll, del Valle Boreal—, contribuye a la ya mencionada sensación de agotamiento que impregna toda la aventura.

Desde ciertos círculos se afirma, entre la sátira y el reproche, que Dark Souls III tiene «combate de Souls contra enemigos recién salidos de Bloodborne«, a modo de comentar el mayor frenetismo de los enfrentamientos si se compara esta entrega con sus predecesoras. Ahora bien, nuestros adversarios han ganado en ferocidad, pero nosotros también. Sin contar con sistemas tan intrínsecamente abocados a una violencia sanguinaria como la vista en Yharnam, nuestra velocidad de movimiento ha aumentado, contamos con artes que expanden ligeramente las posibilidades de cada arma y es mucho más sencillo arremeter contra la masilla sin que tenga opción de contraataque.
Un control mucho más fluido e inmediato necesariamente desemboca en enfrentamientos de jefe que multiplican la ya de por sí tremenda apuesta de la franquicia. Si bien la variedad visual no es la que veríamos posteriormente en Elden Ring, FromSoftware ya estaba jugueteando desde 2016 con una propuesta mucho más tendente a la espectacularidad, pues la puesta en escena de algunos de estos encuentros es sencillamente brutal. Habrá ocasiones en las que dicho espectáculo, representado a través de combos prolongados más allá de lo natural o múltiples fases, conduzca a una angustia más intensa o cercana al límite que en entregas anteriores —es más probable atascarse por no ser lo suficientemente habilidoso de una forma que, en otros Souls, podían vencer el ingenio y la estrategia—, lo que tal vez plantea la necesidad de jefes más comedidos dentro del repertorio, pero que innegablemente redunda en una sensación de superación mucho más acentuada al conseguir la victoria.
Tradicionalmente, los DLCs presentados por FromSoftware albergan los platos fuertes de sus títulos, con las zonas más intrincadas y los jefes más elaborados. Cenizas de Ariandel quizás no es la mejor carta de presentación de cara al contenido descargable de esta entrega, pues solo presenta dos enfrentamientos de jefe nuevos —de los cuales uno de ellos es contra un NPC glorificado y una versión mejorada de un enemigo normal— y una sola área que explorar que, todo sea dicho, es relativamente grande y muy satisfactoria de atravesar. La Hermana Friede, además, exaspera la ya mencionada sensación de prolongación de los combates al contar con nada menos que tres fases, a pesar de tratarse de un encuentro divertido. Es en La Ciudad Anillada que se vuelve a alcanzar e, incluso, sobrepasar el absurdo nivel de calidad de Artorias of the Abyss, del primer Dark Souls, o Antiguos Cazadores, de Bloodborne. Tras un descenso a través de un surrealista y finamente medido montón de cenizas, al más puro estilo de los montones de heno de Assasin’s Creed, y el que bien podría ser el mejor enfrentamiento de múltiples enemigos que Miyazaki y compañía jamás han diseñado, la revelación de la urbe homónima es absolutamente sobrecogedora. Es una ambientación inmejorable, compleja y rica en cuidadísimos detalles que solo gana en grandeza al estar acompañada de un final para el recuerdo, un mano a mano en el fin del mundo que alcanza grandilocuencias ridículas a pesar de situarse en un mundo en el que, por lo visto, ya nada parece tener sentido.
Y es que La Ciudad Anillada cierra con broche de oro Dark Souls III y, máxime, la trilogía en la que se enmarca al rematar la temática principal de la saga sobre los ciclos de la vida y vincularla con el momento de su lanzamiento y, quizás, el presente que actualmente vivimos.

Que casi todas las áreas que conforman Lothric sean, de algún modo, reflejos crueles y distorsionados de lo que nos podíamos encontrar en el primer Dark Souls —con algunas pinceladas consistentes en referencias al segundo juego— se puede interpretar, a la vez, como fanservice y como una crítica a la necesidad de pivotar sobre tales reclamos para mantener una obra a flote. Estamos en un mundo que quiere morir, que nos lo está pidiendo a gritos y que, sin embargo, está imperado por fuerzas que mantienen el status quo desde un lugar de extraña comodidad, por un lado, y de miedo a lo que pueda aguardarnos más allá del final, por otro. El existencialismo insignia de la franquicia es, en cierto modo, un reflejo de aquellas empresas que replican infinitamente aquello que funciona en lugar de atreverse a innovar. O, por su parte, de los fanes que demandan la continuidad de aquello que es especial para ellos, aunque sean inconscientes de que su propio carácter finito es lo que le otorga tal cualidad. Esta narrativa sobre poner fin al bucle y aceptar la conclusión que nos llega a todos, que culmina en el final Usurpación del fuego, está totalmente en armonía con una jugabilidad repetitiva a la par que fina, que combina con sortilegio todo lo que funcionó de sus predecesores, a costa de parte de su propia identidad, y demuestra la necesidad de un soplo de aire fresco. Ya sea de manera intencionada o no, Dark Souls III se presta al tipo de diálogos entre desarrolladora y jugador presentados en otras historias como Danganronpa V3: Killing Harmony o Metaphor: ReFantazio que nos recuerdan lo especial que es el medio y la fuerza con la que es posible transmitir ciertos mensajes a través de él.
Nueve años después a fecha de redacción de este artículo, un hipotético Dark Souls IV ni existe ni parece estar de camino. Se podría decir que este discurso sobre la necesidad de aceptar el final de las cosas todavía se ha mantenido vigente, sin embargo, ¿es esto así realmente? Hace unos meses, Elden Ring: Nightreign traía diversión multijugador en el contexto de la franquicia multimillonaria de FromSoftware que ha sucedido a Dark Souls y lo hacía rescatando numerosos elementos de esas primeras entregas, como el mismísimo Rey sin Nombre de la tercera parte hoy analizada. Por supuesto, es difícil hacer que el afán capitalista y la indemnidad del arte coexistan, así que como audiencia se espera que hagamos alguna que otra concesión. Sin embargo, es razonable admitir que el estudio de Miyazaki se encuentra en un punto de jaque muy similar al de hace una década, pues la sombra de su, al juicio de la crítica generalista, obra maestra del mundo abierto es alargada a niveles superlativos, tanto así que cualquiera podría preguntarse qué es lo siguiente que se puede hacer tras Elden Ring sin caer en el anquilosamiento —que, de hecho, ya se hizo notar en Shadow of the Erdtree—. Quizás Dark Souls III no sea tan recordado como otros títulos de la desarrolladora, pero la reflexión que esconde es crucial para el momento que actualmente atraviesa. Solo nos queda esperar un futuro esplendoroso para el estudio, una prometida llama abrasadora de originalidad o, quizás, su apagado para abrir paso al reconfortante frío de la oscuridad.
Podéis leer el resto del monográfico Souls aquí:
Ndr: Muchas gracias a Jack Norman por otorgarnos el beneplácito a sus excompañeros de la redacción de Futoi Karasu para continuar este monográfico en su lugar.