El videojuego es un medio en el que conviven obras de duración extremadamente diversa. Ejemplos hay miles, títulos como Milk inside a bag of milk inside a bag of milk o Her tears were my light son novelas visuales de apenas unos pocos minutos que no necesitan ni un segundo más para presentar y desarrollar sus temas. MMOs como World of Warcraft o Final Fantasy XIV pueden durar perfectamente miles de horas. Incluso hay juegos como los endless runners o determinados arcades, cuyo objetivo es mejorar nuestra puntuación o superar la de otros jugadores y que nunca nos mostrarán otro final que no sea la pantalla de game over cuando inevitablemente fallemos. También entrarían en este grupo los destinados al multijugador, como los moba o muchos juegos de cartas. Ninguno de estos tiene un final per se, y el tiempo que se les dedique depende enteramente de cuánto se quiera seguir jugando ―o de que los servidores permanezcan abiertos―.

El tiempo de juego se ve afectado por la interactividad. Un álbum siempre va a durar lo mismo cada vez que se vuelva a escuchar, una película igual ―a no ser que se forme parte de ese selecto grupo que las ve a velocidad aumentada―, el tiempo empleado en leer un libro puede ser distinto según el número de palabras por minuto que uno sea capaz de procesar; pero esto no cambiará la cantidad de palabras que lo forman. Pero el videojuego es el medio más inconsistente en lo que al transcurso de la experiencia se refiere. Cada partida puede abarcar un tiempo distinto según el tipo de jugador, la experiencia del mismo, su pericia, el nivel de dificultad o el ritmo que este quiera llevar, entre muchos más factores. A diferencia de un libro, en el que la cantidad de las palabras y cómo están ordenadas no va a cambiar, el videojuego se presta a la experimentación dentro de sus propias reglas.
Esta característica da lugar a competencias tan interesantes como los speedruns, en los que se busca terminar un videojuego en el menor tiempo posible. Ya sea llegando al final de forma normal o utilizando glitches, buscando conseguir lo menos posible, haciendo el 100% del contenido, etc. Es una vertiente muy interesante y con un alto componente de colaboración. Nuevos trucos, tácticas o glitches se descubren constantemente y los miembros de la comunidad empiezan a utilizarlos para mejorar sus tiempos.
La duración en los videojuegos también puede ser un aliciente para motivar la compra. Parte del público busca que duren un mínimo de horas para poder sentir que esa inversión ha valido la pena. Esto lleva a una valoración de los videojuegos al peso, a otorgar más importancia a la cantidad de contenido que a la calidad del mismo. Tanto tienes, tanto vales. Y la industria, en un intento de satisfacer esa necesidad, llena los mapas de misiones secundarias, coleccionables y puntos de interés. Pero el desarrollo de videojuegos es un proceso largo, difícil y costoso. Es imposible llenar por completo decenas o cientos de horas con contenido secundario único en cada ocasión. Por eso se introducen misiones u objetivos que implican una menor inversión de tiempo y carga de trabajo. Tales como misiones de recolección, coleccionables temáticos distribuidos por el mapa o el asedio de campamentos de enemigos que son prácticamente iguales entre ellos; entre muchos otros tipos. Otra práctica muy común es ampliar ese tiempo a través del sistema de logros, haciendo algunos que solo se pueden conseguir tras invertir una numerosa cantidad de horas. Ejemplos hay muchos, acabar con cierta cantidad de enemigos usando armas concretas, finalizar la aventura en el máximo nivel de dificultad, en menos de un tiempo concreto o sin recibir daño. Incluso tenemos ejemplos extremos como “Vejiga de acero” de Guitar Hero 2, en el que tienes que completar las más de 80 canciones seguidas sin pausar el juego ni fallar ninguna de ellas, resultando en más de siete horas ininterrumpidas de frenesí guitarrístico.

Este afán por el contenido puede actuar en detrimento de la propia experiencia, diluyéndola entre horas vacías de sustancia. La anécdota más conocida de toda la saga Zelda es aquella en la que Miyamoto cuenta cómo surgió la idea original del primer juego, a raíz de una cueva que encontró durante su infancia en una de sus numerosas aventuras mientras exploraba una montaña que había cerca de su casa. La primera vez no se atrevió a entrar, y solo fue tras numerosos viajes de su casa hasta la entrada cuando decidió adentrarse en ella con una pequeña linterna casera que arrojaba una débil luz. La adrenalina de esa experiencia fue el germen aventurero para las leyendas de los jóvenes Links por las tierras de Hyrule. The Legend of Zelda es la destilación más pura de esa idea. Explorar lo desconocido, abrirse paso ante la adversidad y sentir el triunfo ante el descubrimiento. Pasaron más de tres décadas hasta que Breath of the Wild volvió a las raíces, a esa idea del primer juego que los posteriores fueron dejando cada vez más de fondo en pos de la puzlificación del entorno. El mundo volvía a ser protagonista, estaba ahí para desvelar sus misterios.
En Breath of the Wild la única misión es derrotar a Ganon. Una vez fuera de la zona inicial, que actúa de tutorial, todo el viaje es una preparación para lograr ese objetivo. Lo único que determina cuándo ir es que el jugador sienta que está listo. Así, se puede llegar a sus créditos en unos minutos o tras decenas e incluso cientos de horas de partida. Distribuidos por el mapa del juego hay 900 kologs y 120 santuarios. No solo es una cantidad desorbitada y conduce a la repetición tanto de los propios kologs como de santuarios, sino que rompe la sensación de misterio del mundo. Los kologs tienen unas pocas formas de obtenerse mediante sencillos puzles ambientales; una vez se ha resuelto por primera vez ese puzle ya no es más, y pasa a convertirse en una tarea que se realizará muchas veces, arruinando parte de ese misterio que envolvía al mundo. Cabe resaltar, no todo va a ser negativo, que tal cantidad no está pensada para que el jugador los encuentre todos, sino para que encuentre independientemente de dónde vaya. Por eso el inventario es mejorado al máximo con menos de la mitad de los kologs totales y la recompensa final es un chiste. No obstante, habrá gente empecinada en conseguirlo todo por afán completista, pero eso es una elección particular y el juego no tiene nada que ver en ella. Esto ocurre con gran parte de este contenido presente en infinidad de videojuegos, puede ser excesivo o repetitivo, pero no impide centrarse en la experiencia principal.
He aquí el quid de la cuestión, la intencionalidad importa. Hay obras que se valen de su duración, como también otras se valen de la repetición o incluso la monotonía, para transmitir su mensaje. Si una entrega de Persona durase diez horas apenas daría tiempo a sentirse inmerso en su rutina diaria, las mejoras del personaje, sus relaciones interpersonales y la distribución del tiempo planteada por el juego. La conexión y el mensaje serían mucho más débiles en comparación. Si Shadow of the Colossus estuviese plagado de misiones secundarias se perdería esa sensación de soledad, si tuviese más colosos tal vez se repetirían algunos y serían menos especiales. Lo importante del contenido es que sea acorde con el mensaje de la obra y la potencie.

Las obras no tienen porque adaptarse a criterios particulares, independientemente de que parte del público crea que es demasiado poco para gastar dinero, o demasiado como para completar su historia ahora que es adulto y tiene más responsabilidades. Cada videojuego debe durar lo que necesite.