La pena de muerte en Japón y el «caso KyoAni»

Pronto se cumplirán cinco años desde la fatídica catástrofe de Kyoto Animation del 18 de julio de 2019. Este ataque incendiario se cobró 36 víctimas, 34 heridos —entre ellos, Shinji Aoba, el propio agresor— y provocó una conmoción que todavía pesa en los corazones de incontables artistas y amantes de la industria del anime. Así nos lo dejaban entrever autores de renombre como Tatsuki Fujimoto con su brillante y desgarrador oneshot, Look Back. Hace unos días, se dictó sentencia condenatoria por la que el culpable plantaba cara a la pena de muerte, un resultado judicial que ha avocado al debate en redes sociales. En efecto, Japón y Estados Unidos son los únicos países del G7 —foro político donde se reúnen algunos de los Estados más influyentes del mundo— en los que todavía se contempla una medida punitiva de este calibre. ¿Se merecía Aoba este castigo? ¿Bajo qué condiciones se ejecutará esta decisión? Hoy intentaremos sobrevolar esta figura desde la perspectiva de este caso, así como aportar una serie de reflexiones nutridas por la filosofía del Derecho español.

Conviene, antes de abordar esta cuestión, hacer una serie de precisiones. Futoi Karasu se posiciona rotundamente, por línea editorial y como conjunto, en contra de la pena capital. La consideramos un castigo inhumano que rebasa los límites de lo que se puede considerar razonable en un proceso penal. Siempre debería buscarse la reinserción social del reo y esta medida, por su brutalidad, rechaza de plano tal posibilidad. Sin embargo, somos conscientes de que referirse a culturas distintas de la nuestra y sus idiosincrasias entraña, necesariamente, un ejercicio de abstracción. Lo que con esto queremos indicar, en definitiva, es que no creemos que los valores que a continuación criticaremos resuenen en el conjunto del pueblo nipón. Primero, porque ignoraríamos la existencia del movimiento abolicionista japonés. Segundo, porque esta sería una conducta orientalista. La pena de muerte nos parece mal por nuestra ideología, no porque se trate del caso concreto de Japón. Dicho todo esto, podemos comenzar.

Aviso: este artículo va a abordar temas que se pueden considerar delicados. Particularmente, se hablará de los hechos concretos de la matanza, así como de métodos de ejecución como el ahorcamiento o la inyección letal. Se recomienda discreción.

La Ley penal japonesa vigente data del año 1907. Consta de una parte general (arts. 1 al 76), dedicada a los fundamentos del sistema que instaura, así como de una parte especial (arts. 77 al 264) que tipifica los delitos y las penas a éstos correlativas. Dando cuenta de los principios de tipicidad y de proporcionalidad —es decir, la gravedad del castigo debe ser asimilable a la de la conducta—, la pena capital se reserva a un grupo muy concreto de comportamientos. Entre ellos, la insurrección, el gaikanyushi o inducción a la agresión armada del extranjero, los daños graves a estructuras habitadas y, destacadamente, el homicidio y el robo con resultado de muerte. Es de interés indicar que —con la excepción del gaikanyushi— todos estos delitos contemplan esta pena de un modo alternativo, es decir, junto con otras opciones. Así pues, el que matare a otro como reo de homicidio podrá ser castigado con: pena de muerte; prisión permanente revisable —lo que coloquialmente se conoce como cadena perpetua— con realización de trabajos forzados y prisión con realización de trabajos forzados y por duración de, al menos, cinco años.

«Todos los ciudadanos serán respetados como personas individuales. Su derecho a la vida, a la libertad y al logro de la felicidad, será, en tanto que no interfiera con el bienestar público, el objetivo supremo de la legislación y de los demás actos de gobierno».

Artículo 13 de la Constitución japonesa.

Un código penal de 264 artículos es muy breve —por referencia, el español tiene más de 600—. Esta es una aparente fortaleza que, por radicar en numerosas imprecisiones, se revela como un verdadero y punzante inconveniente. Como primer apunte, la ejecución en sí misma de la pena capital queda relegada a leyes complementarias o reglamentos. Asimismo, no se aportan criterios de índole alguna a la hora de orientar el criterio del juez en torno a si debería optarse por una respuesta u otra. Volvamos al caso del homicidio. No solo el legislador no distinguió esta figura del asesinato —de mayor gravedad y asociado a las matanzas múltiples, con alevosía, ensañamiento, etc.—, sino que solamente se refiere a su tipo básico, es decir, sin fijar circunstancias agravantes o atenuantes. Se abre, así, el debate a si esta técnica legislativa puede frustrar el principio de legalidad penal y, en consecuencia, la separación de poderes.

Para que alguien pueda ser castigado por realizar una conducta contraria al orden público y al Derecho, debe existir un apoyo normativo que prevea tanto la ilicitud del comportamiento como las consecuencias de dicho comportamiento —nullum crimen, nulla poena sine lege—. Esta obligación no se agota con una mera previsión, es decir, se exige cierto ahondamiento en los conceptos planteados para facilitar y guiar la interpretación del juez en función de las circunstancias del caso. Japón adolece de una sistemática poco diligente —recordemos, estamos hablando de un bien irremplazable e intransferible como es la vida— donde la jurisprudencia, en realidad, sustituye a la Dieta a la hora de regular la pena de muerte. ¿Dónde queda la voluntad del pueblo en todo esto? Lo verdaderamente terrorífico de esta noción es que, si nos fijamos en la estadística, hay ciertas regiones del país donde un juez tiende a castigar con más severidad en sus sentencias. Es decir, el criminal nipón está en mayor o menor riesgo de recibir una condena de muerte por el hecho aleatorio de vivir en, por ejemplo, Sendai en lugar de Hokkaido.

Los abolicionistas japoneses también piden que se logre la justicia sin derramar más sangre. / ©Yoshikazu Tsuno vía Getty Images

Pero la Ley penal no es sino papel mojado si no está de conformidad con lo establecido en la Constitución japonesa de 1947. Su redacción está marcada por la aceptación de la Declaración de Postdam, que permitía la entrada y el control militar de Japón tras la Segunda Guerra Mundial por parte de, especialmente, Estados Unidos —quienes, a través del general Douglas MacArthur, intervinieron en la redacción del texto fundamental japonés en aras de la «desmilitarización» y «democratización»—. No pocos abolicionistas han intentado, desde entonces, aferrarse a las proclamas constitucionales para tumbar la pena de muerte. Sus esfuerzos, hasta el momento, han sido en vano. Podemos observar cómo, por ejemplo, el derecho a la vida del artículo 13 está excepcionado en la protección del «bienestar público». Se ha venido a entender que éste es vulnerado cuando ocurren hechos de una alarma social tan grave como un asesinato cometido de manera muy cruel o que se haya cobrado un elevado número de víctimas. El artículo 31 tiene un blindado semejante, al decir que sí se puede privar a las personas de su vida o libertad mientras haya un procedimiento que así lo contemple en la ley. Sin embargo, por volver a lo apuntado anteriormente, ¿se puede hablar de veras de una previsión normativa cuando, en cuanto a las condiciones para la imposición de la pena, la doctrina debe rellenar los huecos que ha dejado el legislador? La cuestión verdaderamente controvertida yace, no obstante, en el artículo 36.

«Se prohíbe en forma absoluta la aplicación de torturas o castigos por parte de cualquier autoridad pública».

Artículo 36 de la Constitución japonesa.

Este precepto es la piedra angular del abolicionismo japonés. Para entender por qué, analicemos las condiciones del corredor de la muerte en este país. Los condenados a pena capital son aislados por completo en una celda individual, donde permanecen todo el día. No se les somete a programas de rehabilitación y están perpetuamente incomunicados de sus familias y seres queridos. Tras lo que pueden llegar a ser años de espera —con toda la merma psicológica que debe conllevar la incertidumbre—, llega el momento de la ejecución. Hace 50 años solía anunciarse con un día o dos de antelación para que el preso se preparase mentalmente; en la actualidad, se notifica con apenas unas horas de diferencia. En cualquier caso, será apenas el tiempo necesario para limpiar la habitación y escribir una última voluntad.

La metódica por la que se ha optado tradicionalmente en Japón es la horca. Se coloca una soga alrededor del cuello del preso —quien tiene la cara tapada con una bolsa en todo momento— y se abre una trampilla debajo del mismo. No cabe duda de que, al margen de las tachas que puedan tenerse con prácticas asimilables como la silla eléctrica o la inyección letal, éstas son más inmediatas e indoloras. Más «humanas», por así decirlo. Varios casos de gran calado sociopolítico han sacado a colación la brutalidad que todo esto entraña, mientras que el Tribunal Supremo ha mirado hacia otro lado y negado de plano su carácter de castigo cruel. Lo que ocurre es que el órgano judicial se ciñe únicamente a una dimensión física del sufrimiento, la cual es, de por sí, más intensa que en otros Estados. Desatiende, por tanto, el tormento psíquico atado al conjunto del procedimiento, encaminado a angustiar poco a poco al condenado hasta caer en la desesperación. Rechaza el respeto a la dignidad humana que vertebra no solo la propia Constitución japonesa, sino multitud de tratados internacionales sobre derechos humanos firmados por el país nipón (véase arts. 6 y 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos).

«Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. En particular, nadie será sometido sin su libre consentimiento a experimentos médicos o científicos».

Artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

Hideaki Hatta, presidente de Kyoto Animations, hizo una declaración pública poco después de que se anunciara el resultado judicial del caso contra Shinji Aoba. Agradeció a las autoridades pertinentes su buen trabajo durante estos años y se posicionó a favor de la condena dictada como «enjuiciamiento y respuesta apropiados». Acentuó, sin embargo, que el dolor que atenazaba su alma no ha desaparecido como consecuencia de esta decisión. Sería apropiado decir que hay heridas cuyas cicatrices no se pueden curar. Una superviviente que testificó en la última sesión del juicio afirmaba sentir una inmensa angustia cuando se miraba al espejo. Cuando se critica la pena capital, no se pretende en ningún momento invisibilizar ni la irrenunciable crueldad del delito precedente, ni el inimaginable vacío que deben sentir los allegados a las víctimas. Aoba echó gasolina por encima de unos cuántos trabajadores y, a grito de «¡Idos al infierno!», les prendió fuego. Acabó llevándose por delante a más de una treintena de personas inocentes. Por supuesto que merece ser aplacado por la justicia.

¿Hasta qué punto no nos rebajamos al nivel del asesino al hacer de juez, jurado y ejecutor con su propia vida? / ©KYODO

Pero la pena de muerte es totalmente incompatible con el modelo democrático de Estado, no solo desde un punto de vista introspectivo, sino también considerando la esfera internacional. Dar al Estado —y, por consiguiente, a la persona física de un juez— la prerrogativa de cobrarse la vida de un delincuente sienta un peligroso precedente de cara a la legitimidad de la separación de poderes y de los derechos a la igualdad ante la ley, a una vida digna y al libre desarrollo de la personalidad. Tomar la justicia por nuestra mano de esta forma está a un paso del autoritarismo salvaje que provoca el estallido de dictaduras y regímenes opresivos. Rebajar la tasa de criminalidad no está reñido con impulsar la reinserción del preso así como introducir cambios sociales en aras de una sociedad donde todos tengamos los mismos derechos y oportunidades.

El ser humano es subjetivo por naturaleza y, con independencia de que la actividad del juez deba estar encaminada a la imparcialidad, alcanzarla del todo es imposible. Esto es una espada de doble filo: apreciar los gestos, entonaciones y conductas desarrolladas en un juicio aporta riqueza y plenitud a la sentencia que se adopte con posterioridad, pero podemos cometer errores. Y se equivocarán los japoneses como nos hemos equivocado nosotros tantas veces en el pasado. Habiendo hecho las paces con esta dura realidad, debemos preguntarnos: ¿cómo reparamos el daño causado por una falsa condena a muerte? ¿Deshará el ahorcamiento de un hombre que se sospecha que podría padecer severos trastornos mentales la desgracia acontecida en las oficinas de Kyoto Animations? ¿De verdad merece la pena encasillarse en la filosofía del «ojo por ojo» en lugar de apostar por la conciliación y la reforma? Todas estas preguntas se contestan con una lenta, pero constante, quiebra del Estado de Derechos. Una que, si damos voz a las personas indicadas, todavía tiene remedio.

Normas jurídicas consultadas:

  • Constitución japonesa. Artículos 13, 31, 36 y 76.
  • Ley penal japonesa. Artículos 77, 81, 82, 108, 117, 119, 126, 127, 146, 199 y 241.
  • Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Artículos 1, 6 y 7.

Fuentes bibliográficas:

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