Opinión: «la esencia del original» versus crecer como saga

Monster Hunter siempre ha sido un superventas en Japón, pero no se consagró como el modelo de negocio más rentable para Capcom hasta la salida de World en 2018. La introducción de mapas conectados sin tiempos de carga, el acotamiento de los menús en aras de su claridad e inmediación ―con resultados todavía mejorables, todo sea dicho―, las guías internas sobre puntos débiles y recolección; todas estas novedades hicieron las delicias de un público totalmente nuevo para la saga. «Comodidades» tan sencillas como la opción de andar lentamente mientras tomas una poción. De repente, multitud de jugadores aparcan sus reticencias y le dan una oportunidad. Las cifras hablan por sí solas. A la postre llegaron Iceborne, Rise y Sunbreak, y cada entrega sucesiva dio pasos agigantados hacia una jugabilidad más ágil y reactiva. Pero, ¿verdaderamente fue la decisión correcta?

Lo que nadie cuestiona es que no queremos caer en el estancamiento. Porque si no, acabamos con cortapegas insípidos y complacientes. Pero retoca de más y te das de frente con una paradoja del barco de Teseo moderna. Volviendo al caso de Monster Hunter, existe una minoría vocal muy descontenta con la dirección actual de la saga, que la tacha de «irreconocible». Esgrimen argumentos lógicos, estés o no de acuerdo con ellos. Antaño el combate era lento y metódico, diseñado para recompensar la planificación meticulosa. ¿Cómo medimos eso frente a las acrobacias que permite el gancho de Rise? ¿Y qué hay del foco colocado en la improvisación, en atención a controles más flexibles y maleables? Las comparaciones son odiosas, pero Sunbreak alcanza unos niveles de frenetismo y agresividad que permiten calificarlo como «Devil May Cry en cámara lenta».

©Capcom

Se nos ocurren muchos ejemplos de este fenómeno. Desde que Fire Emblem introdujo el modo casual, evitar el icónico permadeath nunca ha dejado de ser una opción; God of War prácticamente abandonó sus orígenes machacabotones para echar raíces en una narrativa íntima, mucho menos grandilocuente que la trilogía de PlayStation 2; y lo más probable es que hayáis escuchado alguna opinión sobre FFXVI en las líneas de: «no es un Final Fantasy de verdad». Los más avispados os habréis percatado de que el patrón yace en que se trata de franquicias con un extenso recorrido, amadas por millones desde que son niños, que prácticamente han crecido aferrados a éstas entre la adolescencia y su llegada a la vida adulta. Dicen que las llamadas «nostalgia goggles» lo ven todo de rosa, capaces de elevar casi cualquier experiencia a pesar de sus muchos pasos en falso siempre y cuando exista ese vínculo. A veces, la crítica contra lo novedoso es irracional, y toma el simple hecho diferencial como cabeza de turco para derrumbar al título por completo, con independencia de los aciertos que tenga. La todavía joven comunidad de The Legend of Zelda lamentó en tiempos de Game Cube el colorido estilo de Wind Waker dado que se distanciaba del tono lúgubre introducido por sus predecesores. Este es el mismo motivo por el que, años después, el anuncio de Twilight Princess fue casi universalmente acogido con furor y emoción.

Nadie quiere ser como FIFA ―o EA SPORTS FC, como ahora viene a denominarse―. Bueno, en términos de reconocimiento y fama mundial, así como volumen facturado entre ventas como tales y micropagos, sí, muchos querrían ser como FIFA. Pero, desde un punto de vista creativo, esta franquicia a efectos prácticos no ha evolucionado un ápice en las últimas dos décadas, de modo que lo único verdaderamente distintivo de cada versión es el elenco de futbolistas. Este síndrome de no parar, del que ya os hemos hablado en el pasado con una perspectiva más amplia, es sin duda uno de los grandes enemigos a batir del medio.

Leyendas Arceus llegó como agua de mayo para saciar la sed de quienes alegaban una sequía de similar índole en Pokémon. Yakuza 7: Like a Dragon apostó por el género RPG, idea que fue gratamente recibida a pesar de la clara ruptura que representaba frente a entregas anteriores. Este último caso merece un acentuado elogio para el equipo de Ryū ga Gotoku, quienes llevaron a cabo la transición con elegancia y sin desatender la fórmula clásica, hoy preservada en los Judgement y spin-offs como The Man Who Erased His Name o Gaiden. Pero de lo que no cabe duda, es que esta subsidiaria de SEGA supo entender que nada dura para siempre; el cambio es una parte inherente no solo del desarrollo de videojuegos sino de la vida misma y, aunque a todos nos cuesta salir de la zona de confort, se trata de un paso absolutamente imprescindible si queremos crecer.

Infinite Wealth directamente abandonará la etiqueta «Yakuza». / ©SEGA

A la hora de contestar a la pregunta sobre cuáles son los lanzamientos más importantes de la historia, un sólido candidato lo constituye Resident Evil 4. El contraste con el remake nos ha dejado entrever algunos resquemores del clásico de 2005, y sin embargo, se podría decir que definió la cámara en tercera persona que hoy es considerada un estandarte de la industria. Pues bien, nada nos garantiza que este progreso se materializase si Shinji Mikami no hubiera pegado un derrape hacia la acción y, por el contrario, mantuviera las pautas marcadas hasta el momento sobre lo que un survival horror debía ser. En cierto modo, comprobar que un equipo está haciendo lo posible por experimentar y poner algo nuevo sobre la mesa se siente entrañable. Ni Super Mario Sunshine ni Pikmin 2 serán del agrado de todos como continuaciones, pero personalmente aprecio el esfuerzo dedicado a cambiar las reglas del juego y crear a posta una serie de restricciones con el fin de cambiar el enfoque. Cuesta considerarlos un home run, pero tampoco siento que todo el demérito que reciben sea merecido.

Por volver a God of War, alrededor de un año tras la salida del título de 2018, Sony publicó un documental titulado Raising Kratos que resulta tremendamente esclarecedor sobre el proceso creativo dentro de la industria AAA. Queda encarecidamente recomendado, pero lo que nos interesa aquí es un segmento en concreto donde se apunta lo siguiente: el staff de Santa Monica, entre las tres primeras entregas y el salto a la mitología nórdica, había pasado de su juventud a ser padres y madres de familia, a tener una vida más asentada. Y este cambio en su perspectiva, donde ahora ponían a sus hijos recién nacidos como la máxima prioridad, motivó la naturaleza contemplativa de su nuevo proyecto, cuya temática nuclear es el relevo generacional. Todo tipo de arte, y por tanto los videojuegos, permiten que la vida personal de quien está tras bastidores permee en la obra para ir creando una especie de silueta, que luego habrá que perfilar, pero la cosa es que ese elemento íntimo sigue ahí. Podrá ser más o menos sutil, sin embargo, lo podemos ver en casi cualquier videojuego. Sin importar el resultado final, eso debe tener algún valor. La labor crítica es válida, pero no podemos ignorar el contexto histórico-social a la hora de valorar un título. Hacer cruz y raya porque simple y llanamente «este ya no es mi God of War» denota una clara falta de introspección.

En cualquier caso, y por mucho que esté dando vueltas sobre lo mismo para machacar la idea de que el cambio es necesario, no todo vale. Y esto tiene que quedar meridiano, porque precisamente lo que quiero transmitir con esta reflexión es que, ni la visión del autor está por encima de todo, ni un fan puede tomar cualquier modificación de las mismas bases como un jarro de agua fría. Y es que ahí está la cosa: hay que tomar un punto de partida, cuanto menos, estructuralmente parecido. Banjo & Kazooie: Baches y Cachivaches fue objeto de punzantes críticas en el momento de su salida por convertir la legendaria bilogía de plataformas 3D en un simulador de construcción de vehículos. Difícilmente puede defenderse este caso, porque ―con salvedad de los atisbos de diálogo ingenioso a la británica― no se preserva nada de la esencia de los originales. Estando así las cosas, ¿no podría haberse tratado de una IP completamente nueva sin la capa de pintura de Banjo-Kazooie? A veces, dejar una saga morir es mejor que traerla de vuelta de esta forma, que puede bordar lo insultante.

©Rare Ltd.

The Legend of Zelda: Breath of The Wild fue aclamado por la crítica con notas de 10 por casi todos los medios, y sin embargo, no faltó disidencia que lamentaba la poca atención que el título dedicaba a algunos elementos tradicionales de la franquicia. La falta de una banda sonora explosiva e icónica, la tan debatida degradación de armas y la reestructuración ―por no llamarla lavado de cara del sistema de mazmorras, entre muchas otras cuestiones, lastraban a esta obra maestra para muchos. A mí me bastaba con su naturaleza rompedora como para dejar pasar estas cuestiones; a fin de cuentas, captaba la sensación de aventura desbocada que el original de la NES quiso transmitir. Era un más que digno sucesor espiritual, merecedor de todos los elogios que recibió, y capaz de romper las cadenas a las que Zelda se había atado arbitrariamente durante las últimas décadas. A fin de cuentas, si Skyward Sword hubiera sido continuada con más de lo mismo, muchos habrían estado descontentos igualmente. «La gente no sabe lo que quiere», pensaba.

Seis años después, Tears of the Kingdom dobla la apuesta en todas las novedades que la primera entrega introdujo. Aquí es donde mi perspectiva cambió, y es que el equipo ignoró todas las quejas o las contestó con soluciones a medias que parecen implementadas por compromiso. Seré un abanderado de la integridad artística como el que más, pero esta tozudez recuerda justo al empeñamiento en seguir unas reglas no escritas que la saga acababa de superar. ¿Hemos salido de una jaula para meternos en otra? No hay nada de malo en mutar hacia varias direcciones simultáneamente, tanto mirar al frente como bajar unos pocos escalones de vuelta a lo tradicional. El resultado final ha sido un título bastante drástico, donde sus mejores momentos son increíbles pero que pasa por colinas muy bajas. Espero de todo corazón que las declaraciones de Aounuma sobre lo que el futuro nos depara se hayan sacado de contexto, y no estemos por entrar en una nueva era de fórmulas invariables y marchitas.

En lo personal, adoro cuando los videojuegos hacen cosas raras. Cuando no tienen miedo de tropezar y corren desenfrenadamente hacia una dirección nunca antes vista. Cuando, salvando las distancias, hacen alarde de una introspección tal como para desmenuzar una saga y ubicar en qué se basa su esencia, dejan de lado cualesquiera otras preconcepciones y parten de ahí para explorar nuevos horizontes. Tras un sinfín de entregas sosas, recibo la creatividad burda y tontorrona de Super Mario Bros. Wonder con los brazos abiertos. O las restricciones que Pikmin 4 impuso en cuanto a sus controles que, aunque costó acostumbrarse a ellas, sé que están ahí para agrandar el alcance de la franquicia y permitir la entrada de fans primerizos. Cuando era niño, me enamoré del medio precisamente porque daba la sensación de que, al doblar cada esquina, me toparía con una sorpresa. Tal vez por culpa del maniqueísmo que las redes sociales incentivan a la hora de abrir el debate, tendemos a desatender esa sensación cuando echamos la vista atrás y nos fijamos, más bien, en la fórmula concreta de la que nos enamoramos. Yo quiero continuar sintiendo esa ilusión.

Un delicado equilibrio entre frescor y lo tradicional. / ©Nintendo

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