Mucho se ha hablado últimamente acerca de la dimensión potencialmente peyorativa del término JRPG. A tenor de las declaraciones de Naoki Yoshida, productor del reciente Final Fantasy XVI, en el seno de Futoi Karasu hemos charlado largo y tendido del tema. Así, he querido cristalizar mis opiniones personales en este artículo.
No se trata del primer creativo dentro del seno de Square en mostrar cierto malestar en torno al término. Mediante una entrevista a Wired en 2015, Tetsuya Nomura expresaba no solo su disconformidad con el término, sino también el sentimiento generalizado que cimentaba su propuesta: el término es percibido como peyorativo, incómodo e incluso una burla.

Más allá de que sí considero que existen diferencias apreciables en la interpretación del género rolero de un bloque a otro, ¿no ocurre también con cualquier expresión cultural? ¿No existe una mayor inclinación a la música basada en el ritmo en el continente africano y, por extensión, en el Norte de América en contraposición a la herencia melódica y armónica de Europa? En ambos casos se debe a una tradición literaria distinta que se traduce en decisiones de diseño diferentes, implicando también representaciones pictóricas distintas —el tan socorrido carácter anime— y una interpretación complementaria del rol como eje vertebrador de la propuesta, afectando así a la libertad de acción y decisión.
En un ejercicio de fariseísmo con tantos precedentes desafortunados como testimonios posibles, cualquier jugador recuerda la compleja época que vivió el videojuego nipón entre 2007 y 2013, particularmente sus RPGs. Si bien es aplicable a cualquier campo en el análisis del discurso, existe una corriente revisionista que niega esta percepción. Por supuesto, más sabe el diablo por viejo que por diablo.

Esos años fueron tremendamente negativos para el género por la ausencia de buques insignia, de nombres que generasen un consenso. Tal vez Xenoblade Chronicles, publicado en las postimetrías de Wii, sea la obra más querida de su época, y ni mucho menos de forma unánime —siendo un gran admirador de las dos primeras sagas de Xeno, he de confesar que me dejó un poso muy tibio—. Eternal Sonata, Final Fantasy XIII, Fire Emblem: Radiant Dawn, Shin Megami Tensei IV o Tales of Vesperia corrieron una suerte desigual, ya fuese por un alcance limitado o por una prensa que había posado sus ojos en franquicias como Dragon Age, Mass Effect o Fallout. O lo que es lo mismo, RPGs de corte occidental.
Phil Fish, creador de Fez, afirmó en un encuentro de desarrolladores en 2012 que los juegos japoneses modernos «daban asco», que eran «cascarones desprovistos de alegría» y, a la defensiva, que no era más que su opinión. Jonathan Blow, creador de Braid, respaldó dichas declaraciones. Ante ellos, mostrando unos niveles ejemplares de educación y saber estar, se encontraba Makoto Goto, nombre que tal vez no nos suene de primeras pero en cuyo currículum radican nombres como Final Fantasy XIII, Ai: The Somnium Files o Armored Core 4. No sólo se trataba de un desprecio público, sino también de un contexto sociológico que apoyaba y defendía esas declaraciones.
Pero, ¿qué es un JRPG? ¿Es un juego de rol hecho en el país del sol naciente, una marca de denominación origen como esa pegatina de 100% Otaku? ¿O se adscribe a una serie de parámetros más o menos definidos dentro de una corriente artística?
De la misma manera que los formalistas rusos desarrollaron el concepto de la «literariedad» para designar la literatura, cualquier aventurero del reino del JRPG distingue sus características hasta el punto en que el debate se centra más en las otras tres letras que en la primera. No es tan sencillo dar una definición de JRPG certera, que convenza a la mayoría y que no admita mucha réplica —como tampoco resulta un paseo hacer lo mismo con la literatura—, pero sí entendemos qué se sale de ahí en ambos casos. Así, entendemos que Dark Souls es un RPG japonés que difícilmente podríamos llamar JRPG, mientras que obras ajenas a esa nacionalidad como Edge of Eternity abrazan el género más allá de la procedencia de Midgar Studio, el estudio francés encargado de su creación. Ni siquiera el nombre es casual, sino causal. El problema de estas distinciones, entendidas bajo el prisma de una corriente historicista que per se no juzga ni discrimina, es que han sido utilizadas como arma arrojadiza. Por mucho que haya tropos y arquetipos identificables, no dejan de ser la evolución de una corriente literaria y audiovisual. ¡Claro que el J-RPG muestra influencia del anime! Se la misma forma que el W-RPG beberá de la fantasía y la ciencia ficción occidentales. Existe un choque estético y una percepción del ritmo humorístico, de la misma forma que a alguien que venga de escuchar Pop y Rock anglófono toda su vida le va a chocar el Free Jazz.
Tal vez haya elementos que hayan mutado en cliché hasta el punto de la parodia —perdí la cuenta de la cantidad de veces que quise asesinar a alguien en Xenoblade 2, que dispone fatal su muestrario de tropos otacos—, pero no es algo exclusivo de ese nicho. De la misma forma, se me atraganta Dragon Age: Origins por una razón opuestamente idéntica: quitando elementos muy puntuales, todo me sabe a alta fantasía regurgitada. A refrito de hace días. Y sé que es cosa mía, no me lleva a echar peste sobre todo el género. Tal vez, esa parte de la prensa, público y desarrolladores deberían reconsiderar esa postura. Por cada Phil Fish hay gente expresando mejores ideas a las que habría que dar voz antes.
PD: quiero dar las gracias a mi compañero Drazz por proporcionarme dos imágenes clave para el artículo.

Pingback: Cómic vs manga, ¿un conflicto caduco e innecesario? | Futoi Karasu