Disfrutamos de los videojuegos por muchas razones: su historia, sus mecánicas, su música… Pero esta vez vamos a hablar de su capacidad de inmersión. De esos escenarios que, lejos de limitarse a la puesta en escena, se convierten en actor protagonista en la función.
Metroid Prime (Retro Studios, 2002) supuso el primer acercamiento a las 3D de la veterana saga capitaneada por Samus Aran. No sólo fue un éxito por trasladar fielmente las virtudes de Super Metroid a la nueva dimensión, sino también por lo inmersivo de su mundo. Tras un frenético tutorial en una nave pirata en el que perdemos nuestras habilidades —un clásico de Metroid—, aterrizar en Tallon IV supone tanto una válvula de escape como un nuevo comienzo. Sentir las gotas en el casco y contemplar cómo empapan tu visor era una experiencia sin par en su momento, y sigue siéndolo a tenor de una dirección artística magistral —replicada con éxito en el reciente Remastered—. Chapó.
La magnífica banda sonora de Kenji Yamamoto aporta el contrapunto perfecto a esa llegada y nos acompañará en casa recoveco del planeta. Ya sean ruinas, jungla, cavernas volcánicas o cráteres en descomposición, la sensación de descubrimiento y de aventura no afloja ni un minuto. Tallon IV se refleja en ella y ambos ven potenciadas sus virtudes con la mirada de Samus como catalizador de la experiencia.
Shadow of the Colossus (Japan Studio/Team Ico, 2005) es considerada la obra cumbre de Fumito Ueda. Razones no le faltan: el diseño de combate, la progresión, su minimalista e inspiradora historia y su maravilloso sentido del viaje se cuentan como virtudes intrínsecas de una de las obras más especiales de su generación. No obstante, si hay una cualidad clave que ha inspirado a numerosos lanzamientos posteriores —algunos de ellos mencionados en este mismo artículo— es la filosofía de su mundo. Acostumbrados a ecosistemas donde el espacio físico sirve como medio para desarrollar sus postulados, Ueda entiende ese vasto y amplio mundo lleno de colosos como un fin en sí mismo. Aunque la misión de Wander sea violenta en su nobleza, ese mundo se muestra lleno de vida. ¿Seríamos capaces de quitársela por un fin mayor?

No os voy a engañar: si hay un detonante para escribir estas palabras es el hecho de haber terminado The Legend of Zelda: Breath of the Wild (Nintendo, 2017) hace poco. Con su secuela copando halagos, regresar a ese Hyrule planteado para Wii U y popularizado en Switch es la mejor muestra de que hay que saber mirar al pasado y no solo a la novedad. Bebiendo del ya citado SotC, la mastodóntica visión del periplo de Link como una aventura total camina sobre los pasos primigenios de la franquicia, mirando como espejo a una primera entrega de NES (1986) tan recomendable como influyente. Sobre esos cimientos edifica una Hyrule post-apocalíptica, densa y mística.
En contraposición al bucle jugable de entregas anteriores, donde el combate y el ciclo de exploración y mazmorras se nutren de otros elementos, aquí el eje se sitúa en esos elementos. El viaje por el viaje. Fortalecerse a través del descubrimiento y de ampliar un mapa que, paso a paso, se revela como el mayor baluarte de esta entrega. Ya sea con los biomas habituales —volcanes, nieve, bosques o cuevas—, cada paso cuenta en esta epopeya.
Querría hacer breve mención a Elden Ring aquí. La majestuosidad de su mundo abierto, su arquitectura imposible y su mimo por ofrecernos secretos cada tres pasos componen una de las experiencias más únicas que recuerde en un RPG. Sin embargo, y aunque mi intención inicial fuese hablar de esta gran obra, he decidido hacerlo de Dark Souls (From Software, 2011). La razón, tan simple y única como cualquier otra, es que no se me ocurren mundos de fantasía que reflejen tan bien esa atrofia decadente. A través de exiguas pistas descubriremos el pasado de Lordran, la figura de Gwyn y la razón de que el mundo se esté yendo al garete.
Nos enfrentaremos a legiones de no muertos, atravesaremos su deliciosa e intrincada geometría y abriremos pasadizos que nos volarán la cabeza, pero este A-RPG no habría marcado tanto al género sin un concepto artístico tan marcado y bien resuelto: ¿Alargaremos la agonía de la llama que alumbra Lordran o la sumergiremos en las tinieblas para siempre?
Disco Elysium (2019, ZA/UM) es, quizá, la obra más divergente de todas aquí mostradas, al menos en concepto. Un RPG donde el combate lo deciden los dados, con toneladas de texto y decisiones que nos obligarán a comernos la cabeza. Sin embargo, nada de esto sería posible sin su marcada estética post-soviética y ese cinismo europeo tan característicos. Revachol y sus alrededores no son la tierra de las oportunidades, sino el gris mar al que los ríos y todo lo que arrastra la corriente van a morir.
La IP a día de hoy ha sido secuestrada por garrapatas incapaces de comprender lo que tienen entre manos, pero nuestros lánguidos recuerdos ritmo de Sea Power son solo nuestros, imborrables e imperecederos.

Por último, me guardo para el final otra carta magna, la celebrada Mansión Spencer de Resident Evil (2002). No se trata de la primera iteración de la mítica hacienda llena de zombis de la saga de Capcom, pero sí de la definitiva. Evolucionando el concepto del caserón gótico de la Hammer de mitad de siglo, Mikami reinventó el primer viaje de Jill y Chris en una travesía que nos quitará el sueño. La iluminación, la sempiterna sensación de riesgo y todos los cambios en su idiosincrasia que convirtieron al remake en una obra más referenciada que el original de PSX convergen en una obra maestra atmosférica con una dirección de espanto.
No es fácil crear uno de los escenarios más reconocibles de la historia del videojuego, pero Resident Evil ha ideado y reideado varios de ellos. ¡Detrás de ti, imbécil!