Tatsuki Fujimoto es un mangaka atípico. Sortea las tiránicas normas de la Jump como un ave demasiado rápida para ser alcanzada y su obra tiene un cariz personal que pocos artistas logran imprimir en títulos de temáticas tan bombásticas como las suyas. Tanto Fire Punch como Chainsaw Man, sus dos mangas de larga duración publicados hasta el momento, transgreden la brutalidad esperable de un título de acción presuntamente adolescente para, al mismo tiempo, destilar una delicadeza simbólica y una capacidad reflexiva que pocos de su coetáneos se pueden permitir, al menos en un manga mainstream contenido en las páginas de la revista más popular de su país.
Bien es cierto que, con todas las sorprendentes virtudes que atesoran, ambas viven en cierta medida de tangibles excesos que, al margen de su funcionalidad visual y narrativa, pueden echar atrás a un considerable número de lectores por lo hiperbólico de su ejecución. Por otro lado, los ya abundantes one-shots del autor oriundo de Nikaho, Akita, suelen mostrar una faceta mucho más contenida y, si cabe, personal. Fujimoto aprovecha estos trabajos de apenas unas docenas de páginas para estudiar planteamientos como el auténtico valor de una vida humana —Yogen no Nayuta—, navegar entre amores no convencionales —Koi wa Moumoku— o incluso permitirse, dentro de las limitaciones más o menos esperables en un autor de la Jump, un voluntarioso y sincero alegato en favor de las personas trans y la exploración del género y la sexualidad —Me wo Sametara Onnanoko ni Natteita Byō—. Pero si un one-shot del bueno de Fujimoto se ha granjeado la admiración del público ese ha sido Look Back, una emotiva y desgarradora obra sobre el esfuerzo, el talento artístico y la ambición, pero también sobre la amistad, la superación de nuestros miedos y el cómo un mangaka se enfrenta a un mundo que, de base, siempre le va a resultar hostil.

Tras Look Back todo el mundo esperaba una nueva maravilla cuando inesperadamente se anunció la publicación de un nuevo manga independiente y autoconclusivo, esta vez de 200 páginas, que se tituló Adiós, Eri —Sayonara Eri en su versión original—. Y prácticamente nadie ha salido desilusionado de ahí. Fujimoto lo ha vuelto a hacer.
Adiós, Eri, nos cuenta la historia de Yuta, un joven estudiante de instituto a quien le encanta grabar su vida diaria y la de quienes le rodean con su videocámara. Su madre, presa de una enfermedad terminal, le encarga la tarea de filmar sus últimos meses de vida y, además, el día de su muerte. Tras su fallecimiento, Yuta selecciona, reorganiza y monta las imágenes, añade algunos efectos especiales inesperados y presenta con ello una película en el festival cultural de su instituto. Los abucheos no se hacen esperar, seguidos por el acoso y, decidido nuestro protagonista a terminar con su vida, en consecuencia y por no poder soportarlo, sólo la aparición de la enigmática Eri, que se acercará a felicitarle por su proyecto, le impedirá llevar a cabo sus planes. Asimismo, la joven terminará comprometiéndose a ayudarle a hacer, esta vez sí, la mejor película posible.
El mundo del cine está ampliamente presente en los trabajos de Fujimoto. Erigiéndose en una suerte de Quentin Tarantino del manga, al menos al nivel de las referencias y la simbología pop empleada en sus obras de manera constante, baña de séptimo arte las páginas de todos sus trabajos. Era de esperar, por tanto, que el cine tuviese por fin un papel temáticamente tan predominante en alguno de sus títulos. Pero donde Tarantino destaca por su manejo de la entrada de acción inesperada y sus elocuentes conversaciones interminables, similares a un ácido partido de tenis, Fujimoto, mucho más dotado narrativamente que el estadounidense, lo hace además por su capacidad de transmitir emociones y su construcción de relato y personajes.

Adiós, Eri tiene una historia conmovedora, pero vive mucho más de su emotividad, su manejo tonal y su excelsa narrativa que del propio planteamiento argumental. No se pretende entrar en spoilers de una obra tan reciente, pero allá donde autores como Borges utilizaban el realismo mágico para desdibujar las fronteras entre realidad y ficción en sus narraciones y llevarse al lector a su terreno —o pensando en obras más recientes, el fabuloso videojuego What Remains of Edith Finch—, Fujimoto recurre a la magia del cine. Llega un momento, pasado el ecuador del manga, en el que resulta prácticamente imposible discernir qué sucesos ocurren de manera diegéticamente genuina en la obra y cuales son, a su vez, parte del metraje de la película que Yuta construye junto a Eri. Se juega constantemente con la perspectiva del incauto espectador como si de una suerte de Perfect Blue menos psicodélica se tratase. Las secuencias viñetísticas son largas, a veces enigmáticas, muchas otras silentes, organizadas en una especie de leitmotiv visual donde se incide una y otra vez en planos frontales llenos de quietud para dejar que el lector se empape de la atmósfera y de poses y escenas utilizadas de manera reiterada para generarnos una sensación de familiaridad que nos haga empatizar más con lo que se nos está contando.
Un tema predominantemente central durante los dos centenares de páginas que componen este viaje emocional es el de la autoría de las obras —el creador abriéndonos aparentemente una porción de su alma cuidadosamente elegida— y cómo una misma realidad grabada a través de dos ópticas manejadas por dos operarios diferentes nunca va a producir resultados idénticos. Hechos trágicos pueden enfocarse como una comedia, una mala persona puede quedar recordada como un santo si sólo elegimos mostrar a los demás sus imágenes más favorecedoras y un hospital aparentemente normal y tranquilo puede explotar en mil pedazos y no dejar rastro ni de sus cimientos. Aunque la obra se construye de manera tan sólida sobre los principios de la subjetividad de la percepción artística, afortunadamente, Fujimoto no gusta de echar más leña al fuego del manidísimo relativismo moral —y porque, también afortunadamente, esto no es Shingeki no Kyojin— y es capaz de trazar, como creador de historias, una línea muy fuerte en lo moral, separando lo que está bien de lo que está mal. Línea que sus personajes no tienen por qué saber seguir, pero que el espectador sí percibirá al momento. El abuso, tanto en el ámbito familiar como en lo tocante a bullying escolar, puede marcar una vida para mal y llevar a su término, pero también, gracias la ayuda adecuada, todos podemos terminar saliendo del oscuro hoyo.
En definitiva, no encontraremos en Adiós, Eri tramas trascendentales sobre el destino del mundo como en Fire Punch ni acción desenfrenada, enigmas y simbología interminable como en Chainsaw Man —ni falta que hace— pero quizás estemos hablando de la obra más madura y redonda de su autor. El éxito inconcebible que se está granjeando los presentes días transgrede lo esperable en cualquier trabajo de su índole y no hace más que continuar alzando a un Tatsuki Fujimoto en innegable estado de gracia a los altares del manga contemporáneo, merecido lugar de donde parece ser que va a resultar harto complicado sacarlo.
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