Contrariamente a lo que pueda parecer debido a su proliferación actual, los remakes no son precisamente cosa de hace dos días. Cuando llegó la nueva versión de Ben-Hur en 2016 muchos pusieron el grito en el cielo porque no estaba «al nivel de la original», desconociendo que esa original y clásica dirigida por William Wyler y protagonizada por Charlton Heston ya era, a su vez, un remake de la Ben-Hur muda de 1925. Algo parecido ocurre con Scarface o King Kong. E incluso el pionero director español Segundo de Chomón fue uno de los primeros en sentar precedente en esta práctica cuando en 1908 hizo su propia interpretación del Viaje a la Luna de George Méliès. Las readaptaciones y nuevas versiones son tan antiguas como el propio arte, ni siquiera es algo exclusivo del ámbito audiovisual. Rubens ya hacía remakes de cuadros de Tiziano a principios del siglo XVII —en el caso de Adán y Eva incluso llegó a incluir caprichosamente un guacamayo rojo en uno de los árboles, lo cual mejoraba obviamente el concepto general de la pintura— y tampoco es el único caso conocido, ni mucho menos.
Obviamente los videojuegos no iban a ser excepción y ya desde los 80, cuando Atari y Sega comenzaron a hacer reimaginaciones —que aún caminaban a veces en la frontera entre estas y los ports propiamente dichos— de títulos de arcade, podemos hablar de una cultura del remake. Desde entonces no pocos juegos y sagas han sido objeto de esta práctica, como por ejemplo The Legend of Zelda, Pokémon, Resident Evil, el mismísimo Shadow of the Colossus y, como no podía ser de otro modo, Final Fantasy. La franquicia estrella de Square Enix ha visto, a lo largo del tiempo, varios de sus títulos antiguos porteados, remasterizados y, por supuesto, remakeados, con mayor o menor éxito, ya sean el Final Fantasy III para Nintendo DS, los Dawn of Souls de Game Boy Advance o, más recientemente, los Pixel Remaster de la pentalogía que abre la saga y de los que se espera aún la sexta parte. Pero ninguno de estos títulos armó un revuelo siquiera comparable al que el anuncio de Final Fantasy VII Remake logró en el E3 de 2015. El estruendo de no sólo los asistentes del evento, sino de los fans de todo el mundo, fue comparable a ganar un Mundial con un gol en el descuento. La séptima entrega de la saga llevaba amagando con una nueva versión desde hacía mucho —cómo olvidar ese cebo en forma de demo técnica que nos habían enseñado con el estreno de la Ps3— y la confirmación de la misma fue la guinda del pastel de un E3 para el recuerdo.
La espera se hizo más larga de lo imaginado, pero desde el pasado 2020 FFVII Remake es una realidad. No se va a realizar aquí una review al uso, porque en este año y medio han corrido suficientes ríos de tinta sobre si el juego es mejor o peor —y porque es fácil caer en aseveraciones guerreras como que el nuevo sistema de combate es cientos de veces mejor y que Tifa, Aeris y Cloud deberían tener un trío formal bisexual de una vez y tanto Nomura como Nojima son unos cobardes por no darnos eso— y, principalmente, porque, como el público lector habrá adivinado por la introducción de este artículo, la intención del mismo es hablar de la necesidad, o no, de esta obra como remake y en si aporta algo que valga a la pena respecto al título original.

¿Son necesarios los remakes, en general? Depende. Y no es esta una respuesta que busque escurrir el bulto, sino que primero tendríamos que preguntarnos si es necesario el arte y, especialmente, cómo queremos acotar el significado de la palabra necesario. Pero, por no irnos por los laureles, podríamos esquivar el aspecto semántico de la cuestión y suponer que un remake, en cuanto a que es una obra, también en sí misma, con una intencionalidad y un valor estético, es tan necesario, o no, como cualquier otra pieza artística. Exactamente igual, si saltamos de soporte, que una adaptación al cine de un libro. O de un anime al manga. Y vamos a dar por hecho que el arte como tal es necesario por la realización sensorial, emocional, creativa y comunicativa del ser humano, así que nos quitamos rápidamente la generalidad de encima. Ahora bien, ¿cómo se aplica esto al específico de: «es que han arruinado mi infancia, Final Fantasy VII —o Las Cazafantasmas, o Turtles in Time Reshelled— no era así y lo han estropeado todo cambiándolo»?
El remake de esta séptima entrega de la saga cambia no pocas cosas, ya desde su propio planteamiento. Originalmente la parte de Midgar no duraba más de cuatro o cinco horas, que era lo que tardaba el jugador en salir a campo abierto, mientras que aquí el título se centra exclusivamente en esa localización y arco argumental y expande su longitud a casi 40, dependiendo de lo rápido que podamos avanzar, convirtiéndose en 45 si contamos el DLC de Yuffie que se incluye con la versión Intergrade para pc y PS5 y que cuenta una pequeña historia paralela protagonizada por la joven ninja de Wutai. Elongar de esa forma historias, en su germen, mucho más cortas no suele salir bien, como se pudo ver con la trilogía cinematográfica de El Hobbit y es una práctica que requiere mucho mimo y cuidado con el material a la hora de llevarla a cabo. Cuando, al margen de nuevos derroteros de guion que podamos tomar, queremos enfrentarnos a adaptar ese material original lo normal es que se presenten dos caminos, que son añadir contenido de relleno y/o profundizar más en lo que ya teníamos. En Square Enix optaron un poco por el trayecto de en medio, tomando un poco de ambas cosas.
Huelga decir que a partir de aquí habrá ciertos spoilers del Final Fantasy VII original y de este Remake
Lo primero de todo que se nos viene a la cabeza al mencionar la profundización es obviamente el grupo de Avalancha. Biggs, Jessie y Wedge ganan muchísimo más peso, pasando de ser meros personajes contextuales y con una aparición bastante circunstancial en el título de 1997, a secundarios con una importancia notoria en la construcción y enriquecimiento de la historia y los protagonistas y un tiempo de metraje en pantalla muy superior. Vemos las motivaciones y reflexiones de Biggs, cómo Wedge es un tipo de gran corazón que se encarga de gatos sin hogar y conocemos el pasado frustrado y a la familia de Jessie. Crecen dimensiones enteras. Esto, por un lado, ayuda muchísimo a ver no sólo Avalancha, sino el propio Sector 5, como algo bastante más vivo y con más trasfondo que en la obra original y, por otro, genera un impacto emocional mucho más fuerte cuando ocurre lo que ocurre durante el atentado de falsa bandera de Shinra contra el pilar del sector. Ya no son bajas colaterales, no son un simple ejemplo de «en este juego los malos matan gente sin que les importen las consecuencias, mira qué malo son», ahora importan. Son gente con la que has compartido no sólo tiempo, sino inquietudes, preocupaciones y metas, y esto no sólo es aplicable a los personajes con líneas de diálogo. Midgar está más viva que nunca, sus barrios tienen el tamaño de distritos reales y aunque han modificado ligeramente la arquitectura, esta parece más cohesiva que nunca.
Este crecimiento del espacio está relacionado directamente con el relleno. Que, obviamente, lo hay. Misiones secundarias, pasillos larguísimos para llegar de una localización a otra o más escenas de diálogo que nunca. Pero la cuestión es que narrativamente tienen su justificación. El ritmo del juego es, por momentos, irregular, pero esa irregularidad no le sienta especialmente mal. De hecho, en muchos casos ayuda a digerir adecuadamente lo que está pasando. Hay una preocupante conspiración, una megacorporación que básicamente está convirtiendo el mundo en un páramo estéril debido su codicia, secuelas de una guerra, la antesala de otra y personajes que sufren terribles consecuencias. Y la obra te deja respirar. Permite asimilar, no sólo al jugador sino también a los personajes, todo lo que está ocurriendo y las consecuencias que puede tener. Pero vamos con el comentario que todo el mundo tiene en mente: ¿Qué pasa con Sefirot?
Sefirot es un villano un poco del estilo de Darth Vader. El famoso lord Sith apenas tenía tiempo en pantalla durante Una Nueva Esperanza y en esos pocos minutos en los que aparecía se bastaba para dejarnos claro la pasta de la que estaba hecho. Nuestra imaginación hacía el resto del trabajo hasta que llegaba El Imperio Contraataca y entonces veíamos con nuestros propios ojos lo temible que podía llegar a ser. Sefirot apenas aparece durante la primera mitad del juego original. Nos enteramos de que es poco menos que una leyenda como soldado, nos empapan poco a poco del misticismo de su nombre y actos y vemos de cuando en vez que está por ahí y algo inexplicable ocurre con él, pero no es hasta el asesinato de Aeris al final del primer disco que entendemos todo de lo que es capaz. Y a partir de ahí comienza a cimentarse como auténtico antagonista del juego. En Remake las cosas no son así. Sefirot sale desde el principio, aparece muchas más veces de las que debería y, además, semeja que de algún modo tiene conocimiento de los sucesos del Final Fantasy VII original y quiere cambiarlos. Y entonces entran en escena los Susurros, que son esos fantasmillas que intentan que todo siga igual pero nuestros protagonistas luchan contra ellos y… mirad, qué están haciendo, esto está todo mal. Porque… está mal, ¿no?

Final Fantasy VII salió en Japón a finales de enero de 1997 y en otoño de ese mismo año en Occidente. Por contextualizar un poco, España aún no tenía en su haber un mundial de fútbol, Titanic dominaba las taquillas de medio planeta, Estados Unidos no había invadido aún Afganistán y en las radios no se escuchaba ni rastro de trap o siquiera reggaetón. Google ni siquiera era algo que existiese —curiosamente, One Piece sí y de hecho acaba de comenzar su manga— e internet nos sonaba a muchos como algo de la NASA. Parte de quienes estén leyendo este artículo no habrían nacido aún, o eran demasiado pequeños por entonces y otra parte estaban en un tiempo y momento de su vida completamente diferente al actual. 23 años separan la obra original del remake. Tiempo suficiente para que una persona crezca y tenga hijos. Y no sólo eso, sino para que el mundo cambie a su alrededor y la sociedad y cultura que nos envuelven sean sustancialmente diferentes a como eran hace más de dos décadas. El tiempo ha fluido, la sociedad y la cultura, como decía Bauman, son ahora líquidas y nuestra forma de entender el arte no es la misma. Bien es cierto que toda época tiene sus movimientos artísticos icónicos, aquellos que más se ajustaron a las circunstancias del momento: El punk en la Inglaterra decadente de finales de los 70, el cine de acción de Hong Kong a mediados de los 80 y la explosión internacional de actores marciales como Jackie Chan o Bruce Lee, el románico en la arquitectura de la Plena Edad Media, el ya citado trap para la generación Z… En los últimos años la explosión de internet, las nuevas tecnologías y la democratización e internacionalización de los productos culturales han cambiado más que nunca nuestra forma de entenderlos y de acercarnos a ellos. Y los videojuegos son uno de los mejores ejemplos posibles.
Cuando Final Fantasy VII llegó a nuestras casas a finales de los 90 fue una auténtica revolución. Existían prodigios técnicos para la época, como Super Mario 64 y juegos con un guion espectacular y una historia al nivel de clásicos del cine o la literatura, como Chrono Trigger, pero la obra de por entonces Squaresoft fue, junto a Legend of Zelda: Ocarina of Time, que llegaría un año después, una de las primeros demostraciones de que los videojuegos también podían tener aire de superproducción. Exprimió el hardware de la primera Playstation al máximo y demostró una ambición sin igual. Unos gráficos, para la época, deslumbrantes, una historia conmovedora con un mensaje importantísimo para el mundo y un elenco de personajes al que era imposible no querer. Fue inolvidable. Pero también fue un título, de nuevo, de 1997.
La película más taquillera del año en Japón el reciente 2021 fue Evangelion 3.0+1.0: Thrice upon a time. En 1995, Hideaki Anno asombró al mundo con su ya legendario anime de mechas y salud mental. La serie original terminaba como terminaba, así como el filme The End of Evangelion, en gran parte debido al declinante estado psicológico de su creador. Anno sufría de depresión severa y su obra lo reflejaba por todos lados. Una década más tarde volvió a sorprender cuando presentó un proyecto llamado Rebuild, que constaría de cuatro películas que saldrían a lo largo de años venideros. La primera aparentaba ser un simple remake con mejor animación de los primeros capítulos de la serie, pero la segunda comenzaba a desligarse de la trama original, reinterpretando conceptos y personajes a su gusto y dando pie a una tercera que hacía saltar todo lo que creíamos sobre la saga por los aires y caminaba sin miedo alguno por terrenos inexplorados. La gente entró en pánico porque estaban atacando su anime favorito. Y entonces Thrice upon a time fue la constatación no sólo de que Anno había crecido a lo largo de este tiempo como creador y director, sino que había superado su gravísima depresión —que en su día le había acercado al suicidio— y que ahora veía el mundo de manera diferente. Por tanto, quería que su obra fuese diferente. Shinji, por tanto, también ve el mundo de otra manera. Y el final de este Rebuild of Evangelion no podría ser más distinto en forma, pero sobre todo, en mensaje, al original. Porque su creador es ahora diferente, sí, pero también porque él espera que nosotros seamos ahora diferentes a su lado.

Tetsuya Nomura, Kazushige Nojima y Yoshinori Kitase, como máximos responsables de los cambios de Final Fantasy VII Remake que son, al ser respectivamente director, principal guionista y productor y supervisor, tampoco son los mismos que en 1997. Nomura ha pasado de ser diseñador gráfico y de personajes con participaciones puntuales en guiones a estar directamente a cargo de una franquicia tan grande como Kingdom Hearts, Nojima se ha involucrado, además de en esa última saga mencionada, en prácticamente todos los Final Fantasy principales de más éxito comercial (como VIII, X, XIII y XV) y Kitase ha estado metido en todos los fregaos de Square-Enix. Sus vidas no son las mismas que hace 25 años. Los dos últimos, de hecho, empiezan a acercarse ahora, poco a poco, a la edad de ser abuelos. Ese es el primer motivo por el que el Remake nunca podría haber sido como la obra original. La historia que quieres contar a mitad de la veintena, recién terminados tus estudios y comenzando a enfrentarte al mundo adulto, nunca va a ser la misma, ni querrás contarla del mismo modo, que la que te nazca de dentro pasados los 50 años, cuando llevas ya la mitad de tu vida a cuestas sobre tus hombros. Quizás habrían hecho las cosas de manera diferente si hubiesen tenido la mentalidad y experiencia que tienen ahora. Esa oportunidad es la que les ha brindado esta reimaginación del juego. Y como decíamos antes, no sólo ellos han cambiado. Nosotros también. Hemos pasado de estar en el colegio y jugar a la consola después de hacer los deberes, a la hora de merendar con un buen bocadillo a nuestro lado, a hacerlo de noche, tras volver a casa cansados, después de trabajar. Y una obra como el Final Fantasy VII original no nos causará la misma impresión que hace dos décadas. No es que vaya a ser mejor o peor. Simplemente que no será la misma. Como segundo motivo principal será muy ilustrativo mencionar que en 1998 el director estadounidense Gus Van Sant hizo un remake de Psicosis, el clásico de Alfred Hitchcock. Lo particular del asunto es que estaba rodado plano por plano siguiendo la original. Entraban en juego nuevas tecnologías y nuevos actores pero la película era esencialmente la misma. Las críticas no se hicieron esperar, desde «desvergonzado engendro» a «una auténtica fotocopia, con problemas de naturaleza creativa, desfachatez y morro». El periodista Jorge Parrondo decía en Cinemania que «un remake debe ofrecer una perspectiva diferente» y aquí puede estar el quid de la cuestión en lo tocante a los cambios.
Cada vez que durante los sucesos de Final Fantasy VII Remake algo está a punto de cambiar respecto a la historia que ya conocemos aparecen los Susurros, que son los espíritus del propio mundo, y hacen lo posible e imposible por devolver las cosas a su curso original, sea algo tan sutil como lesionar a Jessie para que no pueda ir en la siguiente misión y deba ser Cloud quien la sustituya o algo tan drástico como directamente revivir a Barret tras ser este atravesado como un pincho moruno por Sefirot y llegar a envolver la sede de Shinra en una marea de sombras y terror. Son, como los llaman en el juego, guardianes del Destino. Están dedicados a lograr que todo ocurra exactamente como en la obra original y su existencia es la principal demostración de que este remake no está hecho tanto para captar nuevos fans o acercar la historia original a las generaciones más recientes —como pudo ser, por ejemplo, Spyro Reignited Trilogy o los remakes de Pokemon—, sino a ofrecer la posibilidad de explorar un camino alternativo a la narración que conocemos. Podríamos decir igualmente que son una representación del fan inmovilista, de quien quiere que todo remake sea 1:1 y no desvirtúe a su obra progenitora. Sefirot, erigiéndose en adalid del libre albedrío y negándose a convertirse una vez más en un recuerdo, decide cambiar ese mismo destino —aunque aún no nos hayan explicado mucho cómo tiene conocimiento de todo esto, pese a que hay teorías que relacionan esto con Advent Children— y Cloud y compañía terminan ayudándole involuntariamente en su misión cuando derrotan a los Susurros casi al final del juego. «Boundless, terrifying freedom, like a great never-ending sky» dice Aeris entonces. Y eso es lo que espera no sólo a los protagonistas, sino a nosotros. Aterradora libertad. Como el Rebuild of Evangelion. De hecho, quizás rebuild habría sido un término más adecuado que remake pero, de nuevo, eso sería perderse en discusiones semánticas. Las posibilidades que se abren ahora de cara a la segunda parte son prácticamente infinitas. Zack está vivo, Biggs está vivo, Aeris se las ve venir, Sefirot está más presente que nunca y tiene un nuevo plan. El flujo de la historia ha cambiado, los sucesos han sido alterados y nadie sabe cómo esto va a repercutir en todo lo que está por venir.
Volviendo un poco al inicio de este artículo, Final Fantasy VII Remake era una obra necesaria. O al menos tan necesaria como Final Fantasy VII. Nadie va a eliminar del mundo el juego original. Cualquiera que tenga la primera Playstation, la Xbox One, la Nintendo Switch, un ordenador o incluso un smartphone puede seguir disfrutando de la experiencia primaria. La existencia de una nueva versión nunca borra la anterior y podemos seguir retornando a ella siempre que queramos. Pero a lo mejor el cuerpo, el tiempo, nos puede llegar a pedir algo diferente. Algo que conserve el espíritu y mensaje de ese título que tanto nos gusta pero que tenga un sabor fresco, sin renunciar a los personajes a los que tanto cariño tenemos y a ese setting inolvidable, pero adaptándose a los nuevos tiempos. Y ese algo diferente puede ser el horizonte completamente abierto, deslumbrante y aterrador por igual, que el final y las próximas entregas de este remake prometen para nuestros yos futuros.

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Me ha gustado la reflexión. He visto mucho hate a la nueva dirección que han tomado con el remake, y no sin razón en varias cuestiones, pero también es interesante tener la mente abierta porque al final como dices de aquí en adelante se puede esperar de todo.
Es comprensible ser escéptico con Square, porque si bien en 1997 estaban a la cabeza de la narrativas single player, a día de hoy son más una vieja gloria que otra cosa y nadie cuenta con ellos a ese nivel. Precisamente por eso es más interesante y despierta más curiosidad este intento de reinventarse, en vez de intentar replicar punto por punto algo que lo petó hace 20 años pero que ahora quedaría en algo anecdótico, como bien has explicado.
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