La «calidad de vida» y su significado menos cómodo

Se podría decir que algunos de los géneros o franquicias más tradicionales del videojuego han evolucionado tanto que las obras más recientes, en cierto modo, no son más que una capa de ladrillos que se suma a rascacielos de bagaje y contenido. La tendencia es presumiblemente siempre en ascenso, al menos a un nivel puramente mecánico, pues iterar sobre las mismas ideas permite limar sus asperezas e irlas perfeccionando. Esto nos lleva al meollo del asunto, las funciones de calidad de vida —o quality of life, como se les llama por la comunidad angloparlante—, que se definen como aquellas novedades o retoques que hacen la experiencia de juego más cómoda, que nos permiten ir un poquito más al grano. Un ejemplo muy sencillo serían los fotogramas por segundo o framerate, que definen la fluidez de la imagen o la velocidad de respuesta de nuestros inputs, de modo que los 60fps son preferibles a los 30fps y, a su vez, los 90fps o incluso los 120fps respecto de los 60 —aunque, llegado cierto punto, hay personas que dejan de notar la diferencia—.

Un aspecto muy importante a destacar es que tienden a incidir mínimamente en las bases de la jugabilidad, al menos, en lo que respecta a los casos sobre los que hay mayor consenso. Así las cosas, esta no es una categoría uniforme y, de un tiempo a esta parte, se ha venido a asimilar como calidad de vida una infinidad de modificaciones, desde arreglos muy simples hasta cambios que, en realidad, transforman el cómo nos acercamos a una obra. A todo esto subyace cierto debate sobre si tales adiciones son mejoras en todo caso o si, en el fondo, pueden operar en detrimento de algunas partes cruciales de la experiencia. Y es que, a veces, no es oro todo lo que reluce.

En New Horizons, el jugador tiene tanto poder que puede llegar a resultar abrumador. / ©Nintendo

Cuando Animal Crossing: New Horizons se lanzó en la que bien podría haber sido la época más desafortunada y simultáneamente afortunada posible para la Gran N, es decir, durante el confinamiento, la recepción del título fue casi universalmente positiva. El jugador cada vez disponía de un mayor control sobre cómo acondicionar su pueblo —o, en este caso, su isla— a sus ideas o planes, como venían demostrando novedades como el poder colocar muebles en el exterior, hacer caminos, puentes, elevaciones y ríos a antojo y decidir de antemano dónde se van a situar todos los edificios, incluidas las casas de los vecinos. Además, se nos proveía de las herramientas necesarias como para llevar a cabo este tipo de reformas con cierta rapidez, frente a lo arduo que podía llegar a ser desbloquear algunas mejoras en las entregas anteriores.

Pero, ¿eran las incomodidades de los otros Animal Crossing realmente un punto negativo? Que algunas metas solo se pudiesen lograr a largo plazo incentivaba el entrar todos los días un ratito e ir avanzando progresivamente. Por su parte, que algunos elementos del pueblo escaparan de nuestro control se prestaba a momentos graciosos y memorables, además de dotar de inmersión a la experiencia. Te sentías verdaderamente como un miembro de una comunidad y ese es un aspecto que New Horizons pierde casi por completo. No por nada la gente generalmente recuerda con viveza el críptico cuestionario de la peluquera Marilín, frente a plantarse delante de un espejo y elegir una opción del menú. Si se nos da todo en bandeja, realmente nada nos ata a sentir el mismo compromiso hacia el mundo digital que se nos presenta. Es absolutamente necesario que siga existiendo cierto grado de fricción, incluso para un juego tan relajante como este porque, de lo contrario, es sencillo perder el interés si no eres el tipo de persona que va a dejarse varias decenas de horas en diseñar una isla perfecta. Sin embargo, llegados a tal punto quizás habría sido más apropiado llamar al título «Animal Crossing Maker«.

Bien es cierto que Pikmin 4 introdujo un sistema de cámara nuevo y el cursor de los juegos anteriores quizás no habría sido fácil de implementar. Pero, ¿de verdad automatizarlo todo era la solución? / ©Nintendo

Dado que los Pikmin son juegos que se basan en controlar un ejército de plantitas, es lógico que cada título haya ido mejorando la IA de las criaturas. El grado de sofisticación actual es bastante avanzado, pues Pikmin 4 incluso nos permite dirigir la cantidad exacta de activos necesarios para llevar a cabo cada tarea y, así, no malgastar recursos que nos podrían venir bien para otras misiones. Una mecánica de este estilo con la que los juegos han ido trasteando desde el Pikmin 3 original es un sistema de fijado, que nos permita presionar un botón para que toda nuestra batida acometa contra un enemigo o tesoro en específico. Nótese que esto no dejaba de ser una opción, es decir, se seguía pudiendo apuntar libremente —más todavía, si se tiene en cuenta lo fluidos que son los controles de movimiento de las versiones de Wii y Wii U—.

La cuarta entrega fue un paso más allá e impuso el apuntado automático como forma predeterminada de jugar. Énfasis en «impuso», porque no podemos optar por un cursor libre como el de antaño. Lo que parecería una novedad revolucionaria se revela como una de las decisiones más controvertidas del título, pues muchos argumentan que esta adición ha eliminado gran parte de la agencia del jugador. Además, esta mecánica pierde la precisión para la que fue diseñada en cuanto hay más de un objetivo a tiro de piedra —o, más bien, a tiro de pikmin—, pues la máquina no es siempre capaz de distinguir a cuál dirigir su atención. Momentos del estilo quedarían sencillamente paliados si existiera la opción de, a voluntad, pasar a un apuntado más libre. Estas frustraciones han conllevado, paradójicamente, que el título que más papeletas tendría para ser rejugable, debido a la inmensa cantidad de cosas que hacer y desafíos que superar en el postgame, no resulte tan atractivo como sus predecesores.

Un día más en La Laguna, Tenerife. / ©Konami

La cuestión es especialmente complicada cuando empezamos a considerar la fenomenología de los remakes, pues trasladar una obra a un contexto distinto y ajustarla a los estándares de hoy no es, necesariamente, una mejora sobre las bases que el original sentara, sino un ente artístico diferenciado, ni más ni menos. Pongamos de ejemplo el recién lanzado Silent Hill 2del que os traíamos un análisis esta misma semana—, o de la correlativa práctica realizada por Capcom con los Resident Evil de la PlayStation 1. Se suele esgrimir que la cámara libre y en tercera persona de las susodichas reediciones es una modernización que sirve para «arreglar un problema del original». Al fin y al cabo, los ángulos fijos se debían a limitaciones del hardware y, puesto que la tecnología actual permite representar estos entornos tal y como originalmente se deseaba, podría parecer que tales novedades hacen que las obras de hace décadas queden obsoletas. En algunos casos, esta ni siquiera es la opinión de la comunidad, sino la de los propios creadores, interpretada como «prueba» de que el remake es la versión definitiva. Lo que aquí se suele ignorar es que una función nacida de las limitaciones no pierde sus ventajas artísticas en cuanto tales trabas desaparecen, pues el provecho que se les pueda sacar y la forma en que se puedan apreciar considerando el contexto son imperecederos.

Navegar con una cámara fija es indudablemente más incómodo pero, en un juego de miedo, sentir que tu personaje se mueve extrañamente suma a la sensación de inquietud y malestar pretendida por los desarrolladores. Estos eligen qué parte del escenario mostrar a sus jugadores y su imaginación será la que rellene lo que hay más allá, lo que permite una escalada de las tensiones constante y muy bien medida. Dado que estos títulos impiden que ataquemos con precisión, normalmente la clave del éxito radicará en huir de los monstruos, los cuales se moverán con relativa torpeza. Por su parte, la tercera persona es una perspectiva que nos da más control sobre la situación, una ventaja aparente que se revela complicada de implementar si consideramos que el jugador puede sencillamente no estar mirando hacia la cosa terrorífica que los creadores quieren mostrarle. Esto tiene la consecuencia lógica de que la tensión deberá venir de otra parte, es decir, los enemigos serán probablemente más numerosos, resistentes y agresivos, a modo de conservar la amenaza que se pretende que representen. No es ningún accidente que el género cada vez juguetease más con el formato Action Horror durante la segunda mitad de los 2000 e inicios de los 2010.

Ninguna de las dos alternativas es necesariamente la superior y, como nos demostró la maestría con la que se diseñó la intricada comisaría de Resident Evil 2, las líneas que las separan son difusas y es posible acercarlas. Sin embargo, no dejan de ser dos decisiones artísticas que, con independencia de las circunstancias que las originasen, derivan en experiencias muy distintas y cuyas virtudes son dignas de elogio separadamente.

En Monster Hunter Wilds, va a ser posible cambiar la dirección de muchos ataques en medio de un combo o cancelar un movimiento si no va a acertar. ¿No va esto en contra del compromiso que el combate de los juegos solía exigir? / ©Capcom

En suma, el cómo llamamos a las cosas no siempre se corresponde con lo que realmente son. Una empresa nunca nos va a decir que las novedades de sus títulos sean una regresión o que sacrifiquen elementos de la gameplay hasta el momento, pero eso no significa que tengamos que tomarles la palabra. Agilizar la experiencia jugable puede consistir en una sencilla comodidad —como poder equipar lo comprado en una tienda inmediatamente y sin tener que acudir al menú— como en una modificación sustancial de la misma —como la capacidad de guardar en cualquier parte, que afecta a la concepción que los jugadores tenemos de la muerte y sus consecuencias—. Automatizar un sistema puede hacernos la vida más sencilla, pero también puede quitarle el sentido a nuestra relación con el entorno, por lo que este es un ejercicio más delicado de lo aparente. Es nuestra responsabilidad distinguir el impacto que tales funciones van a tener y adecuar nuestros discursos a las mismas. El arte cambia y evoluciona, no podemos evitarlo, pero hablar de «mejoras» es muy peliagudo si lo confrontamos con las posibles intenciones de los autores y con las ventajas indirectas que lo inicialmente concebido como un compromiso nos pueda reportar. Como industria, no podremos avanzar si no sabemos de dónde venimos.

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