Futoi Karasu es una web irremediablemente abrazada a Japón, tanto por su espíritu como por sus contenidos y es por ello que no podía pasar mucho tiempo hasta que alguno de nuestros cuervos pudiese alzar el vuelo, cruzar medio mundo y posarse por fin en el país del sol naciente. Desde las cumbres de Guadarrama pinceladas por Aureliano de Beruete al soñado y flotante Monte Fuji de las treinta y seis vistas de Katsushika Hokusai. Esta es la crónica de un viaje de ida y vuelta, del descubrimiento de un país insular y singular y de un ahora irrefrenable anhelo de retorno.
Una breve escala en Munich encauzaba un trayecto total de más de diez mil kilómetros de distancia hasta una Osaka que nos recibía en los albores de un domingo con sus brazos bien abiertos. En ocasiones denostada al lado de las dos perlas niponas más famosas para los extranjeros, como tienden a ser consideradas Kioto y Tokio; la cuna de los okonomiyaki, el dialecto de Kansai y Filthy Frank hace gala insospechada de una idiosincrasia especial y un encanto totalmente diferente al de las otras metrópolis niponas. La zona de Dotonbori es parada obligada para cualquier visitante que quiera darse una alegría al estómago y las papilas gustativas. Entre carteles articulados y automatizados con forma de crustáceos variados y grupos de visitantes ávidos de darse un gustazo con la gastronomía local destaca la inconfundible noria urbana que corona uno de los bazares Don Quijote más grandes del territorio y un sinfín de entremezclados y deliciosos aromas culinarios que se evaporan entre edificios y transeúntes. Cerca, Nipponbashi ofrece sus galerías repletas de tiendas otakus como necesaria respuesta al famoso Akihabara tokiota y un poco más al sur, tras breve deambules a lo largo de callejuelas tranquilas y entre los edificios de estética retrofuturista de Shinsekai, se alza la Torre Tsutenkaku, simbólica y encantadora estructura que ha sido parodiada y referenciada hasta la saciedad en anime y videojuegos, desde Inazuma Eleven hasta Master Detective Archives: Rain Code. Este humilde viajante no pudo disfrutar de los omnipresentes takoyakis, debido a su condición de vegano, pero si lleváis también una dieta basada en plantas, poder degustar un menú libre de sufrimiento en una preciosa terraza a la orilla del río Tosabori en el Optimus Café es una experiencia altamente recomendable.

Por supuesto, hay choques culturales desde el primer minuto. Los cables de teléfono y electricidad cubren el cielo de forma inesperadamente estética en lugar de estar soterrados, los vecinos construyen peceras con macetas de plantas vacías y las colocan en las entradas de sus domicilios, las bicicletas campan a sus anchas por las aceras, la gente es muchísimo más silenciosa que en las cuencas mediterráneas y el transporte público suele ir como un tiro. Un mundo de distancia geográfica, pero también social. Cafeterías atendidas por maids, muchísimos más campos de béisbol que de fútbol y el jingle de un Family Mart sonando en cada esquina, esperando a que entres a por alguno de sus deliciosos yakisoba pan.
Hay dos visitas cercanas casi imprescindibles desde la ciudad. La primera de ellas es el templo Katsuo-ji. Enclaustrado entre montañas, más allá de las cascadas y bosques de Minoh, pero a apenas media hora en sinuoso bus desde la zona más septentrional de Osaka, las construcciones de su recinto, sus florados jardines y su vaporoso lago central lleno de carpas koi acogen a miles y miles de darumas de diversos tamaños, que aúnan blanco, carmesí y amenazantes bigotes bajo unos ojos vacíos. Cuenta la tradición que si pintas el globo ocular derecho de uno de los kachi-darumas, escribes un propósito honesto en su parte trasera y te lo llevas contigo hasta tu hogar, la figura te ayudará a superar tus debilidades y alcanzar tus objetivos marcados. Una vez cumplido, en señal de agradecimiento deberás pintar su otro ojo y llevarlo de vuelta al templo. La segunda visita de la que hablamos es, razonablemente, Nara. Ubicación de alguno de los templos y santuarios más espectaculares de todo Honshu, como el famoso Todai-ji y su Vairóchana gigante, y envuelta en una atmósfera rural que se resiste a diluirse, las manadas de ciervos sika campan a sus anchas por sus parques, jardines y hasta avenidas, cuando a finales de la Era Meiji llegó a ser una especie en peligro de extinción. Puedes elegir no premiar sus sinceras y graciosas reverencias con comida, pero te expones entonces a una pequeña regañina en forma de ligero mordisco a tus pantalones.

Kioto es harina de otro costal, una ciudad de contrastes exageradamente marcados. Las riberas más septentrionales del río Kamo y la tranquilidad de templos no tan populares, como el Kamigoryō o el Kawai-jinja ―en el cual puedes pintar tablillas ema con un esquema de tu imagen soñada y colgarlas en el templo en aras de alcanzar una mayor belleza― se contraponen irremediablemente a los ejércitos de turistas que imperan en los lugares más publicitados y gentrificados. Curiosamente, la clase política parece no haber hecho suficiente para paliar o aprovechar de algún modo la afluencia turística de la ciudad y el transporte público y ciertos servicios pueden resultar algo más caóticos de lo esperable para la media japonesa.
Gracias a las fechas elegidas para el viaje pudimos disfrutar del Kamogawa Odori, probablemente el último gran festival auténtico de geishas de acceso popular y cadencia regular, que se lleva representando casi ininterrumpidamente cada primavera desde 1872. La intensidad de una dramática adaptación de algunos de los mejores pasajes de la Genji Monogatari, sumada a la actuación elegante de las artistas y la tradicional música en directo conforman un evento místico como pocos. Lo venerable y respetuoso de la función hace aún más inexplicables si cabe las tendencias recientes de ciertos turistas de molestar e incluso tocar sin consentimiento a las geishas en las calles de Pontocho. Comportaos si vais de viaje, no seáis de esa clase de gente.
El pasillo de bambú de Arashiyama es corto, mucho más de lo que podamos inferir por fotografías. Pero es hermoso, tiene un aura especial y difícilmente descriptible y es perfectamente visitable con la paz y la tranquilidad por bandera siempre que se llegue antes de las 10 de la mañana, cuando las hordas de visitantes comienzan poco a poco a hacer acto de presencia. No muy lejos, un pequeño paseo monte arriba ―o un bus comarcal de cadencia horaria― nos llevará hasta las mil y una estatuas de los rakan, o seguidores de Buda, del Otagi Nenbutsuji, cada una perfectamente individualizada y diferente a todas las demás. Y ya que estamos por la zona, vale la pena aflojar un poco el bolsillo y degustar un menú tradicional compuesto casi exclusivamente de diversas variantes de tofu en el Seizan Sodo, dentro del fastuoso templo Tenryu-ji. Donde no se puede evitar la muchedumbre es en el ala este de la ciudad. Los jardines del Santuario Heian, el Nanzen-ji y su singular acueducto y, sobre todo, el fotogénico Kiyomizu-Dera concentran marea tras marea de visitantes. Todo sea dicho, hacen completo honor a su fama y cada una de estas estructuras y recintos casi podrían justificar por sí mismos un viaje al país. Algo más complicado de elogiar resulta el norteño Kinkaku-Ji o Pabellón Dorado, opacado su brillo áureo por una planificación del entorno complicada, basada exclusivamente en mover constantemente, sin descanso ni respiro alguno, en fila india a todos los asistentes a través de pequeños senderos en el recinto. Nosotros nos quedamos, en particular, con el Fushimi Inari-Taisha, porque tiene todo que podríamos desear. Una estructura principal arquitectónicamente hermosa en la base, una subida a través de la montaña de, como mínimo, un par de horas, miles de peldaños que transitar, turistas y locales completamente arrepentidos a mitad de camino, bosques impenetrables que impiden hasta el paso de los rayos solares, miríadas de arcos torii en sucesión a lo largo de la escalada, unas vistas inigualables desde la cumbre y, por si fuese poco, manadas de macacos que, según los carteles, podrían resultar hasta moderadamente peligrosos.

En tierras castellanas solemos estar tremendamente orgullosos de nuestro clásico AVE Madrid – Valencia, pero poco o nada le tiene que envidiar el Shinkansen dirigido a Tokio. Dejamos atrás a la velocidad del relámpago tradicionales plantaciones de arroz, colinas verdescentes, los rascacielos de Nagoya y un Monte Fuji que aún presentaba buena cantidad de nieve pese a haber pasado ya el ecuador de la primavera. Y así llegábamos a la metrópolis más grande, poblada y espectacular del mundo.
Nada puede prepararte para Tokio. No sólo es que su magnitud la lleve a parecer directamente inconmensurable, es que es caótica en el mejor de los sentidos, contradictoriamente cosmopolita a la vez que excesivamente fiel a sí misma y tan llena de cosas que hacer y lugares a los que ir que puede resultar abrumadora si no llegas suficientemente preparado. El templo Zozoji y sus molinillos de viento en recuerdo de los niños precedían a la Torre de Tokio, anaranjada prima de la Eiffel, en una mañana lluviosa en la que el aire internacional y yuppie por igual del barrio de Roppongi nos arrastró hasta el TeamLabs Borderless, museo audiovisual e interactivo en el que los protagonistas son los hologramas vanguardistas, las proyecciones visuales y las concatenaciones de músicas y olores. A riesgo de sufrir diversas sobrecargas sensoriales, vale realmente la pena. Qué mejor para recuperarse de ello que paliar este exceso de estimulación con otro, el producido por el merchandising de anime, visitando una de sus nuevas mecas, Ikebukuro. La Pokémon Store del populoso centro comercial Sunshine City, las siete plantas del gigantesco Animate que domina la zona y la Otome Road ―su nombre indica exactamente lo que vais a encontrar, recomendamos especialmente la pequeña tienda Stella Worth― tendrán la última palabra cuando se trate de administrar el contenido de vuestra cartera. Y sí, la leyenda es cierta. Se puede pagar con tarjeta en multitud de establecimientos nipones, cada vez más, pero aún hay un gran número de ellos, sobre todo comercios pequeños y locales hosteleros o de restauración, en los que sólo aceptan efectivo, así que es recomendable llevar yenes de sobra.

Hasta ahora no se podría considerar a quien esto relata como un fan del sumo. No obstante, al igual que con el espectáculo de geishas kiotense, las fechas eran propicias y pudimos acudir al Natsu Basho, en el que participantes de diferentes categorías, desde los makushitas hasta los triunfales makuuchis, hablaron con las manos, los codos y otras partes diversas de su anatomía para sacar a sus rivales del dohyō. Deporte bastante más dinámico, entretenido y técnico de lo que los profanos podríamos imaginar, quizás sea hora de seguir la carrera de carismáticos luchadores como Shodai y Kinbōzan o de poder ver en diferido la caída y el épico retorno del único yokozuna ―el rango más alto posible en este deporte― actualmente en activo, Terunofuji.
Al igual que ocurre en todo Japón como país, Tokio encandila especialmente cuando logra aunar y contrastar su estética y gimmicks futuristas con su espíritu tradicional. Por eso resulta tan mágico el camino de Asakusa a Akihabara. El primero, un barrio tranquilo, anclado en el siglo pasado, en el que muchas de sus calles aún mantienen una energía casi atávica y ahora olvidada y que, con el siempre vigilante Skytree de fondo, alberga el templo más antiguo de la ciudad, el Senso-Ji. El segundo, destino obligado para los fans del anime, el manga y los videojuegos, en donde cada edificio rezuma neón, canciones de Yoasobi y viñetas tramadas en blanco y negro. En los sótanos de sus Surugayas y Lashinbangs, las vitrinas de la Kotobukiya Store y las interminables escaleras de sus múltiples tiendas de ocio y tecnología podrás encontrar videojuegos perdidos cuya existencia no habías imaginado, mangas que jamás llegarán a Occidente y figuras de todos tus personajes favoritos.
Huelga decir que las excelsas comunicaciones de transporte de Tokio la vuelven idónea como punto de partida para algunas excursiones que todo visitante debería, al menos, considerar. Nikkō es un pequeño pueblo montañoso, protegido por el enorme Monte Nantai y rodeado de un hermoso parque natural, que entre sus coníferas alberga una asombrosa proliferación de templos budistas y sintoístas, a cada cual más único que el anterior. En dirección contraria, en sentido austral hacia las aguas del Pacífico, Kamakura se yergue como amable destino vacacional y excelente elección para pasar un día tranquilo, alejados del ajetreo tokiota. Sus avenidas de hortensias, pequeñas tiendas de bisutería y manualidades, locales de taiyakis rellenos de pasta de judías dulces y su famoso Buda gigante nos guían hasta las fotografiables playas de Yuigahama y Shichirigahama y hasta la cercana Enoshima ―a medio paseo en tranvía― lugares conocidos de sobra por todos los fans de series como Slam Dunk o Seishun Buta Yarō.

Volviendo a la capital nipona, Shibuya es casi como una ciudad dentro de otra ciudad. Hologramas, rascacielos y una amalgama casi cómica en su exceso capitalista de cientos de carteles publicitarios perfilan su inabarcable horizonte. Imposible no perderse en un arrebato consumista en sus tiendas y cafeterías tras cumplir el sueño de cualquiera que haya fantaseado con pisar Japón y proceder a cruzar su famoso paso de peatones, uno de los más transitados del mundo y, probablemente, el único capaz de discutir el puesto del de Abbey Road como el más icónico. En Tower Records encontrarás cualquier disco de cualquier artista de j-pop que hayas escuchado alguna vez y vale la pena callejear un poco hasta llegar al Izakaya Masaka, en el sótano del centro comercial Parco, para disfrutar del que será el mejor mapo tofu que probarás en mucho tiempo. Navegando por las vías en dirección norte a través de la icónica línea Yamanote llegamos a Shinjuku. Trendy, lujoso e imponente con sus ejércitos de torres de acero y cristal, uno de los barrios comerciales de moda alberga también una vida nocturna sin parangón. Tras el arco rojo que da entrada a Kabukicho y ante el cual cualquier fan de la saga Like a Dragon pegará más de un par de brincos, se nos ofrece un nuevo mundo, noctámbulo, de luz, color y ruido, repleto de ocio para adultos. Pese a su fama, resulta seguro siempre que se visite en horas razonables.
Dos semanas pueden transcurrir de la manera más lenta, perezosa y desesperante posible cuando las ocupamos con nuestro horario laboral, pero vuelan más rápidas que un halcón peregrino cuando las dedicamos al disfrute y, especialmente, a la visita de un lugar al que siempre hemos querido ir. El aeropuerto internacional de Haneda nos despedía un soleado mediodía con dos maletas más de las que habíamos traído, más de 1500 fotografías tomadas, un saco lleno de recuerdos y, por supuesto, unas ganas terribles e irremediables de volver.
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