El término «placer culpable», calco de la voz inglesa «guilty pleasure«, está muy extendido en cualquier ámbito artístico. A tenor de una clasificación supuestamente invisible, pero que todos podemos ver, dicha expresión designa material por el que deberíamos sentirnos culpables de disfrutar de algo de forma sincera. Ya es hora de desterrar esa expresión de una vez por todas.
¿Cuántas veces alguien ha dicho que le da cierta vergüenza algo que le gusta? ¿Cuántas veces alguien ha tratado de justificarse ante el atractivo para con un producto cultural diciendo «No, a ver, si en verdad no me gusta, pero…«? En mayor o menor medida, hemos sido la parte que ha preguntado y la parte que se ha excusado en varios puntos de la vida. No hay problema, errar es de humanos y para algo de tan poca gravedad no hay que darle muchas vueltas, aunque ello no quita que en la última década se haya condensado un sentimiento como de intento de poder perdonarse ante algo tan inocuo como es que algo le guste. Es como una pequeña broma ante alguien que mira con vergüenza algo pero que no puede evitar que el mismo le marcar una sonrisilla de disfrute sincero cuando piensa en ello.

De ahí una relación evidente entre el canon artístico, sus tentáculos, y cómo la opinión propia es fagocitada sin piedad. Solo hace falta comprobar las dinámicas grupales en redes sociales y el señalamiento de opiniones en ficción, que a menudo no van más allá del «esto me gusta / esto no me gusta». ¿Por qué somos así? Porque necesitamos reafirmarnos ante los ojos de los demás, incluso a través del señalamiento. Si bien la teoría de superioridad del humor se plantea ya en Platón, fue el filósofo británico Thomas Hobbes quien la desarrolló bajo la premisa de la «gloria súbita». Nos gusta sentirnos superiores al resto, y uno de los indicativos más claros es el gusto artístico. No siempre se apoya en dicho canon y sí en una mayoría social: como ejemplo, no es raro escuchar exabruptos si no sigues con interés los eventos deportivos de masas, bebes alcohol o te la soplan mil cosas. En el mundo del manganime y el videojuego, con comunidades cerriles y con tendencia al desprestigio personal, la cosa no le va a la zaga.
La máscara del desprecio ante esa obra es una cómoda válvula con la que afrontar el rechazo, a veces no impostado, de la opinión general ante ese algo. Porque si por cada uno que se pelea contra todo el mundo para hacer valer su opinión hay otro que, ante la sobredimensión negativa con la que ha de enfrentarse, tratan como de adherirse al rebaño adoptando cierta comodidad intentando burlarse unánimemente de la obra en cuestión. Esto último puede ir por muchas facetas para poder desmarcarse de aquello con lo que se podría sentir afinidad con un «a lo mejor tienen razón» yendo por un «realmente no es muy allá» hasta acabar con un «Nomura cabrón«.
Un niño pequeño no conoce lo que es el cringe o la vergüenza, y es especialmente gracias a esa pureza que gasta lo que le permite el poder disfrutar de cualquier cosa sin sentirse mal al respecto. Por desgracia, conforme se hace mayor y recibe más juicios al respecto sobre lo que a él le hace sentir bien no se apagan pero si se amoldan, como una suerte de imán conector ante el altavoz social. El niño al final calla y decide mentirse diciendo que X es basura y que Y es genial, a pesar de que no lo piense de verdad, algo que ni en la vida adulta se puede escapar, máxime en la era de las redes sociales y donde cada uno acaba bajo unos escrutinios extraños e incluso aleatorios a veces sobre cómo nos comportamos, pero especialmente lo que consumimos. No hay que engañarse, alguien no es peor porque le guste Crepúsculo de forma no irónica o sea mejor debido a que adore el cine de Tarantino y a menudo se le exige que rasque más allá de la superficie al primer sujeto como si Tarantino no fuese un director ultraconocido, sin que esto comprometa su estatus. ¿Es vida adulta una metáfora de Internet y las redes sociales o viceversa? ¿Al exponernos a los demás, tapamos nuestras vergüenzas y nos convertimos en un reflejo distorsionado de lo que somos? ¿Jugar a videojuegos a partir de una edad determinada arbitrariamente nos aleja de un ideal de madurez sacado de las gónadas de un infeliz? Todo parte de una idea tan absurda como peregrina: el manejo de la culpa en la configuración de nuestros gustos, ocio y sensibilidad artística.

No es la primera vez que Futoi Karasu habla acerca de la cultura Pop y la posición de la complejidad en el organigrama creativo, sin ir más lejos. Pero sí queríamos hacer hincapié en el aspecto marcadamente social y el desarrollo de grupos entrópicos organizados en torno a ideas comunes donde cualquier ruptura de equilibrio es puesta en duda. A título personal, a menudo me pregunto cuál es la diferencia entre generadores de opinión del mundillo del videojuego japonés: funcionan como un grupo que comparte el mismo tono, las mismas opiniones y la misma cátedra al hablar, en una sempiterna pose de enfant terrible que reproduce superestructuras afines a cualquier canon previo que se nos ocurra. Recientemente, a tenor de unas declaraciones de Naoki Yoshida, Yoshi-P, productor de FFXIV y FFXVI, sobre la nomenclatura del JRPG y su significado, salían diversos esperpentos racistas sobre dicho género. 2007-2014 fue una época particularmente complicada para el videojuego japonés, y aun a día de hoy soportamos descalificativos cuando algo se sale de la norma… salvo que venga el creador de turno y flipe, por ejemplo, con Yakuza, ahora Like a Dragon. Puro efecto dominó, con la tremenda ironía de ser una saga que hila sin tapujos el humor nipón más descarnadamente absurdo con un tono serio y dramático. El que tiene vergüenza, ni come ni almuerza.
Otro de los ejemplos lo podemos rastrear en la primera edición del libro 1001 discos que hay que escuchar antes de morir (2005) de Robert Dimery y la figura de Britney Spears, una compilación amplia de discos a los que el autor otorgaba esta distinción especial. Había algo de jazz, algo de rap, por supuesto también había folk o metal, pero en última instancia el grueso de la lista estaba compuesto por Pop y Rock anglófono. Sí llamaba la atención, yendo más allá del canon imperante, la inclusión del debut de Britney Spears, …Baby One More Time (1999). Para los que vivimos en los 90, hubo una época en la que Britney era la cantante mainstream más famosa del momento, y su debut puso patas arriba la industria estadounidense de Pop de masas. A título personal, tal vez hubiese ampliado la exigua lista musical de los años 50, pero en perspectiva es fácil comprender por qué está ese disco. Hacen falta redaños para, en un contexto tan propicio a caer en lugares comunes como una lista de discos, introducir algo que es pura periferia y que la crítica musical pasa por alto. Un gesto que, conforme escribo estas palabras, aplaudo.

En fin último, el término debe ser destronado de nuestro vocabulario, pero también de nuestra forma de proceder y entender el medio artístico, su compleja relación con el individuo y el mundo que nos rodea. ¿Por qué deberíamos doblar la cabeza ante aquellos que aspiran a vernos así en algo, en fin último, tan trivial como tararear una canción, leer un cómic o aporrear un mando?
Este artículo ha sido fruto de la colaboración entre Mr. Gorilo y Jack Norman, los cuales juran y perjuran que Venom: Let There Be Carnage es la mejor película de todos los tiempos. ¿Placer culpable, nosotros? ¡Tú sí que eres culpable de no apreciar su hermosa metáfora!
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