A veces, las grandes historias comienzan con los sucesos más fortuitos o inesperados, y esta lo hace con un rechazo de Square. A mediados de los 90 la carrera como diseñador gráfico de Tetsuya Takahashi se encontraba en la cresta de la ola, tras haber formado parte de la plantilla creadora de juegos como Final Fantasy VI o Chrono Trigger, que a la postre serían recordano conocendos como dos de los jrpgs más influyentes de su época. El de Shizuoka decidió dar un importante salto de fe cuando desde la desarrolladora nipona le encargaron la tarea de realizar un borrador que esbozase la historia del programado siguiente éxito de la por entonces Squaresoft, Final Fantasy VII. Lo que ocurrió entonces fue que los ejecutivos terminaron desestimando el esqueleto de narración entregado por Takahashi por resultar demasiado oscuro y complejo. La séptima iteración de la fantasía final terminaría en otras manos, proclamada como uno de los primeros y más importantes blockbusters del mundo del videojuego, pero esa historia que nuestro protagonista tenía en mente no cayó en el saco del olvido. Junto a la inestimable ayuda de su esposa, la ilustradora y escritora Soraya Saga, las ideas que inicialmente iban a ser FFVII dieron forma a un vástago oscuro y complejo, pero también adulto, filosófico y reflexivo: Xenogears. Su gargantuesca e intrincada narración situó a este título, pese a los notorios problemas presupuestarios que sufrió durante su producción, como una de las obras más innovadoras de su género y le llevó a ser recordado a día de hoy como una obra de culto. Pero Xenogears también pecaba de ser un proyecto excesivamente ambicioso y, tras la imposibilidad de llevar a cabo una hexalogía —de la que Gears habría sido, curiosamente, la quinta parte— bajo el estandarte de Square, Takahashi fundó su propio estudio: Monolith Soft.
Durante la primera década de los años 2000, Takahashi y su equipo entregaron algunos pilares fundamentales para entender el rol nipón de su generación, como el habitualmente infravalorado Soma Bringer pero, especialmente, esa joya de GameCube llamada Baten Kaitos: Eternal Wings and the Lost Ocean y la trilogía Xenosaga. Esta última bebía de Xenogears mucho más allá de lo esperado por la primera parte de su título e intentaba ser una especie de heredero espiritual. De nuevo, la ambición del proyecto quedó muy por encima del éxito comercial, pero su descarnada crítica a las religiones, su particular visión de la filosofía nietzscheana y un elenco protagonista sin parangón se ganaron el corazón de los fans a lo largo del mundo. Finalmente, y de forma quizás insospechada, Takahashi encontró la estabilidad y, por descontado, la solvencia y apoyo para realizar proyectos a gran escala, con todas sus consecuencias, bajo el amparo de Nintendo. Xenoblade Chronicles fue un hito en 2010. En una época en la que el jrpg, más allá de Final Fantasy XIII, no gozaba de la mejor de las saludes a nivel de crítica y ventas en Occidente, Monolith dio un golpe sobre la mesa con un proyecto de proporciones titánicas para su época, que se alejaba de los tropos y manierismos por entonces comunes en el género y demostraba que el jrpg AAA podía innovar y, al mismo tiempo, funcionar a gran a escala, en una consola tan poco pródiga para el género como era la Wii. Tras experimentos con mundos gigantes e historias difusas en el spin-off Xenoblade Chronicles X y un encomiable —y de resultado sorprendentemente excelente— esfuerzo por hacer el mejor videojuego-anime posible con Xenoblade Chronicles 2, que además tuvo una expansión, Torna-The Golden Country, que derramó lágrimas por doquier, Takahashi y Monolith habían alcanzado por fin la cúpula del respeto de la comunidad. Y fue entonces cuando afrontaron su proyecto más colosal y el que quizás pueda terminar coronándose como el más redondo de todos ellos: Xenoblade Chronicles 3

Este repaso a la trayectoria de Tetsuya Takahashi como creador de videojuegos es justo y necesario, pues en su última obra es donde más se nota su voluntad de aplicar todo lo que ha aprendido a lo largo de más de tres décadas de trabajo y experiencia en el medio. Tres décadas de éxitos, de fracasos, de intentar llevar a los videojuegos de rol a su máximo exponente. Xenoblade Chronicles 3, además de ser secuela directa de sus dos predecesores, bebe en gran medida de Xenosaga y, especialmente, Xenogears, no sólo en forma de guiños y homenajes, sino también de planteamientos ideológicos, mensajes importantes y, por supuesto, conceptos y narrativas.
No se entrará en este artículo a desgranar detalles de la trama, para evitar destripes, pero sí es posible explicar sin miedo el planteamiento inicial del juego. Como todo el mundo sabrá a estas alturas, este Xenoblade comienza con la improbable alianza de tres soldados de Keves y otros tres de Agnus, dos naciones enfrentadas en una cruenta guerra sin fin que, a diario, se cobra miles de víctimas. Desarrollar una historia a partir de este punto de partida de los dos reinos es quizá uno de los tropos más utilizados en las narraciones fantásticas de contenido bélico. Lo hemos visto en Tales Of, en Fire Emblem y, por descontado, en multitud de isekais. Pero aquí la guerra es, en esencia, sólo una herramienta narrativa más para que la obra contextualice su mensaje. Es una guerra sin sentido, basada en el jingoísmo más devoto y, a la vez, vacío. Agnus y Keves combaten, en un principio, sin un motivo aparente, deben ganar el enfrentamiento que tengan en curso sólo para poder seguir combatiendo un día más. Luchar para vivir y vivir para luchar. Es un belicismo casi rayano en lo paródico, pero sirve de caldo de cultivo excelente para que los protagonistas se pregunten cosas y comiencen a crecer.
Mitopoiéticamente hablando, Xenoblade Chronicles 3 podría haber descansado muy cómodamente sobre los hombros de sus dos predecesores. Las dos primeras entregas numeradas de la franquicia tenían una mitología extremadamente sólida sobre la que cimentarse. Por un lado, los dos titanes enfrentados de la primera parte, las historias de sus diferentes pueblos y la sorpresiva revelación final y, por otro, en lo tocante a la segunda, la génesis del mundo y su conexión interuniversal en su recta final con la obra anterior. Esta iteración podría haberse limitado a funcionar como culmen nodal y aprovechar el excelente trabajo de trasfondo que ya existía como sustrato, pero Takahashi y su equipo querían más. Querían evolucionar su mensaje, pero con la valentía de plantear una historia casi completamente nueva, con germen propio. Partiendo de, efectivamente, una derivación argumental lógica de los dos primeros Xenoblade, introducen sin temor alguno un sinnúmero de conceptos en su diégesis que le dotan de, por encima de su cualidad de heredero de la trilogía, una personalidad propia inusitada. Y donde más se nota eso es en su construcción de espacio. El mundo, Aionios, semeja a primera vista una enigmática mezcla frankensteiniana de Alrest y diversos fragmentos aleatorios de Bionis y Mechonis, pero pronto descubriremos que es mucho más. El paso del tiempo, sus propios procesos geológicos y la acción de sus habitantes durante las eras de conflicto han moldeado el mundo hasta convertirlo en uno único e irrepetible. Se juega con esto en una liga diferente a los títulos anteriores porque, mientras en ellos los orígenes de sus realidades eran mitos y cuentos de tiempos pasados que, pese a no ser recordados en su totalidad, conformaban un legendario establecido dentro de su propio setting, nadie en Aionios parece recordar de primeras por qué el mundo es mundo, o cuestionarse siquiera cómo y por qué funciona como lo hace, hasta la llegada de nuestros seis protagonistas. Hay una zona en la que una selva crece alrededor de unos singulares rascacielos de corte futurista, con una arquitectura que no se repite en ningún otro punto del mapeado, y no es hasta una misión secundaria del postgame que alguien se pregunta qué pasa ahí. Es un mundo que se ha utilizado por y para la guerra y, más allá de las pequeñas manifestaciones culturales de los nómadas nopon o los thúkanes, durante buena parte de la trama sólo las gigantescas fortalezas móviles de Keves y Agnus representan algún tipo de civilización, algún amago de sociedad. El jugador tiene por ello todo el tiempo la sensación de estar descubriendo parajes vírgenes y prácticamente inexplorados.

La narrativa espacial juega un papel formidable en todo esto. Los escenarios son mastodónticos, tienen multitud de interconexiones y caminos posibles diferentes y durante la primera mitad del juego es inevitable, cada vez que el jugador llega a un espacio abierto, que piense cosas como «ya está, esta es la zona grande, la nueva Planicie de Gaur, el nuevo Gormott». Y siempre se equivocará. La siguiente zona a explorar será aún más grande, con probablemente un biótopo nuevo, multitud de recovecos secretos, campamentos y una biocenosis singular, con su propia flora endémica y sus manadas de animales. Es un mundo de apariencia extraña, casi artificial en su conjunto, en efecto, pero es voluntariamente artificial. Son piezas de un puzle que no deberían encajar y parecen haber sido pegadas a la fuerza. Y pese a ello, o gracias a ello, funciona.
Este artículo podría, en otro orden de cosas, hablar de como el diseño visual es cumbre en la saga, de como el juego fuerza el hardware de Nintendo Switch hasta límites insospechados, de como el combate toma de manera sabia las virtudes más destacadas del primer y del segundo juego y consigue un equilibrio entretenidísimo y satisfactorio o de como la banda sonora se guarda auténticos temazos para su recta final. Pero, por un lado, convertiría este artículo en algo demasiado extenso y, por otro, se le restaría espacio a aquello que hace más especial a Xenoblade Chronicles 3: sus personajes.
Una de las cosas que hacían verdaderamente únicos a Xenogears y Xenosaga como obras audiovisuales era, en efecto, su elenco protagónico. Tanto Fei Fong Wong en Gears como Shion Uzuki en Saga eran protagonistas excelsos y, además, estaban rodeados en ambos casos de un grupo acompañante de lujo, sin apenas excepción. Carismáticos, variopintos y minuciosamente individualizados. Se puede admitir, pese a que en Blade nos entregaron figuras como Dunban o Melia en el primero o Jin y Mythra en el segundo, que tanto a Shulk como a Rex les faltaba algo, un pequeño empujón creativo más para ser aquello que prometían como elementos centrales en el repertorio. Noah, Mio, Lanz, Sena, Eunie y Taion son impecables tal y como son y conforman un equipo que poco o nada tiene que envidiar a los considerados ocupantes del Olimpo del género. Comienzan partiendo de unos tropos básicos muy reconocibles para el consumidor medio de arte pop audiovisual contemporáneo —Taion es el pedante estirado, Lanz el quejica… — para asentar una base sencilla sobre la que trabajar y, según avanzan las horas, el enorme desarrollo que tienen detrás hace su magia. Es un crecimiento bastante slow burn, que se aprovecha de la dilatada duración de la obra para exponer personalidades contenidas, menos explosivamente shonen que en el segundo juego de la saga, pero definitivamente más profundas que en el inicial. Cada fragmento de conversación, cada cinemática, sirve para contextualizarles mejor y hacerles crecer todavía un poco más. Cuando, como jugador, uno quiere darse cuenta, ha jugado ya 30 horas y esos personajes forman ahora parte de sí mismo. Las dudas e inquietudes de Sena sobre la propia imagen y personalidad, el cómo Eunie es en realidad una macarra muy locuaz que automáticamente se come cada misión secundaria en la que tiene momento en pantalla, el aprendizaje social y la apertura progresiva de Taion y, sobre todo, esa formidable pareja tan heredera de Fei y Elly de Xenogears, en más de un sentido, que son Mio y Noah, que se merecen todo lo bueno que les pueda pasar. Y mención obligatoria honorífica para Riku —probablemente el mejor nopon que hemos visto en un Xenoblade— y para unos héroes de apoyo reclutables que derrochan tanto carisma que podrían en su mayoría ser protagonistas de su propio juego.

Y es gracias a todos estos personajes que el mensaje de la obra conecta de forma tan profunda con su público. Están aquí la libertad de elegir un futuro de XC1 y la necesidad de un entendimiento mutuo de XC2, también el estoicista eterno retorno de Gears y el cripticismo y fragmentación de mensaje de Saga pero esta es, sobre todo, una historia sobre aprender a aceptar la pérdida. El propio planteamiento del juego nos empieza a preparar, pues nos encontramos en un mundo en el que prácticamente toda su población, al completo, está constituida por soldados con una esperanza de vida máxima de diez años. No conocen otra cosa que no sea la muerte. Nacen, aprenden a combatir, caen en batalla y los más afortunados pueden cumplir su fecha de caducidad de una década con una inquietante sonrisa. Nuestros personajes están acostumbrados desde un inicio al óbito y a la partida de seres cercanos, a mirar a la parca a los ojos cada vez que deben combatir. Y el juego es consistente con ello. Mientras el grupo protagonista vaga por las tierras de Aionios encontrará en numerosas ocasiones cadáveres de soldados, de los que podrá despedir sus almas con una melodía de flauta tocada por Mio y Noah. Todo rezuma pérdida y, de nuevo sin entrar en destripes, toda la segunda mitad del juego se cimenta sobre como hilvanar y entrecruzar esa idea con las de sus obras predecesoras. Porque el futuro y las oportunidades para todos son algo que debemos poder alcanzar, aunque debamos llevar a cabo sacrificios.
Para concluir, vais a permitir a quien suscribe este artículo ponerse en una onda marcadamente personal, por una vez y sin que sirva de precedente. Siempre he creído que la principal cualidad que debemos valorar en el arte es la capacidad de afectar a nuestras emociones, de hacernos sentir algo especial y único. No en un sentido melodramático y tramposo, sino genuino. Y Xenoblade Chronicles 3 lo consigue de sobra. Me he sorprendido a mí mismo riendo en voz alta con algunas de las irreverentes intervenciones de Eunie y Taion, preocupándome genuinamente de la estabilidad mental y psicológica de Lanz o Sena y, sobre todo, absolutamente conquistado por Noah y Mio. Su clímax emocional del quinto capítulo me dejó temblando como a un niño pequeño y soy perfectamente consciente de que el final de este videojuego se quedará conmigo, muy dentro, durante mucho, mucho tiempo. Más allá de que cierre de una forma o de otra la trama, su capacidad de desbordar emoción es abrumadora y eso es algo que, inevitablemente, me enamora. ¿El mejor jrpg de Nintendo Switch? ¿El GOTY? A quién le importa eso. Son categorías completamente vacías, palabras extremadamente vanas para hablar de algo tan grande, de una obra que tiene tanto trabajo, tanto cariño detrás, y que ha sido capaz de enseñarnos un mundo tan rico, una historia tan trágica y, sobre todo, unos personajes tan valiosos. Porque este Xenoblade es el pináculo creativo de Tetsuya Takahashi, pero también, y por encima de todo, es la dilecta e inolvidable historia de Mio, Noah y sus compañeros.
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