Cuando To the Extreme conquistó las listas estadounidenses en 1990 todo se le puso de cara a Vanilla Ice para erigirse como la gran esperanza blanca del hip hop mainstream norteamericano. 11 millones de copias vendidas que llevaron al dalaciense a ser portada de todas las revistas musicales importantes del país, colocar sus videoclips día sí y día también en la MTV y, por supuesto, a que no hubiese una sola emisora de radio que no repitiese en bucle su, por entonces, indiscutible hit Ice Ice Baby como si no hubiese un mañana. Todo apuntaba a una carrera estelar, pero esa consagración nunca llegó. El grunge se convirtió en el nuevo juguete de las discográficas, cambiando las reglas del juego, su siguiente trabajo, Mind Blowin’, fue vapuleado sin piedad por crítica y público y, con el paso del tiempo, quedó claro que Ice Ice Baby, single que regrabó, reinterpretó y relanzó varias veces para intentar remontar su carrera, sería su único éxito de masas. Vanilla Ice se había convertido en un one-hit wonder, recibiendo una etiqueta que ya no le abandonaría hasta la actualidad. Como Lou Bega, los Dexys Midnight Runners o Las Ketchup. Un cantante con un único éxito fulgurante que jamás sería capaz de repetir o superar durante los siguientes años de su trayectoria.
Conseguir un gran éxito, independientemente del campo artístico del que estemos hablando, es complicado. Tan complicado como que, lógicamente, el número de directores de cine, músicos o creadores de videojuegos que no han logrado ninguno es mucho mayor que el de los que sí. Así que, por ello, un one-hit wonder ya está, en principio, por encima de la media de sus compañeros de profesión, al menos en lo tocante a relevancia comercial y pública. Nadie duda que Los del Río, pese a no replicar jamás el éxito de Macarena, fueron más importantes para la música española que Hamburguesa Vegetal. Pero igualmente, encajar y aceptar que, una vez has podido rozar la más elevada gloria con los dedos y sentir su calidez en tu piel, te va a tocar conformarte con las migajas el resto de tu carrera es muy difícil. Porque ahí juegan la dignidad, la ilusión y el orgullo del artista. El mundo del manga no es ajeno a esto, pues no todo el mundo puede ser Rumiko Takahashi y sacar tres pilares fundamentales del medio en poco más de dos décadas, arrasando todos ellos en ventas, como fueron Urusei Yatsura, Ranma 1/2 e InuYasha o vivir de los beneficios y publicación continuada de la misma obra desde tu lozanía hasta la senectud, como va camino de hacer Eiichiro Oda con One Piece. Si bien es cierto que es muy común en este medio que los artistas tengan una obra por la que son más reconocidos en general —parece imposible, por ejemplo, que Hajime Isayama repita el éxito de Shingeki no Kyojin en trabajos venideros— casos como el de Lynn Okamoto, donde la diferencia entre su título más celebrado, Elfen Lied, y los demás es directamente abismal, tampoco son extraños. ¿Cómo enfocan los mangakas esa planicie baldía que llega tras la cumbre? ¿Qué hará Tsubasa Yamaguchi cuando Blue Period llegue a fin culmen y tenga que tomar decisiones sobre su carrera venidera? ¿Y Masashi Kishimoto tras el fracaso de Samurai 8 y el relativo éxito de un manga de Boruto del que no forma parte directa? ¿Cómo se enfrentan estos artistas a la posibilidad de terminar entrando en la categoría de one-hit wonders y no volver a alcanzar el paraíso artístico que ya han catado en un pasado?

El primer caso posible es, además, el más humanamente instintivo. Si algo ha funcionado, intenta seguir por el mismo camino y «estirar el chicle» todo lo que puedas. Hajime Kanzaka sabe mucho de ello. Slayers —Reena y Gaudy en su traducción española— fue uno de los cúlmenes de la fantasía heroica en la literatura nipona en los años 90. Kanzaka se alió entonces con Shoko Yosinaga y, posteriormente, con Tommy Ohtskuka, para llevar al mercado mil una adaptaciones al manga de las aventuras de la hechicera Lina Inverse y su inseparable guardaespaldas Gourry Gabriev. Super Explosive Demon Story, Special, Premium o la denostada secuela Knight of the Aqualord fueron sólo algunas de las adaptaciones, continuaciones, reimaginaciones y spin-offs que Kanzaka y sus colaboradores llevaron a cabo en los primeros años del siglo XXI, una vez terminada, aparentemente, la trama de la saga literaria. Luego llegó 2018 y, casi dos décadas después de haber puesto supuestamente el punto y final, el autor de Hyōgo retomaría las novelas con un nuevo arco que aún se encuentra en publicación. No es este un caso excepcional, pues si uno se acerca a la bibliografía del condenado por conductas pederastas y también mangaka Nobuhiro Watsuki, resulta muy sencillo ver que obras como Embalming: The Another Tale of Frankenstein o Buso Renkin no alcanzaron ni un fragmento de la relevancia y éxito comercial de su reverenciada Rurouni Kenshin. Debido a ello, pese a que la serie original había terminado su andadura en la Shonen Jump en 1999, Watsuki presentó nuevas sagas argumentales como Restoration o, más recientemente, el Hokkaido Arc que, pese a la rescisión de su publicación por Viz Media en Norteamérica debido a los gravísimos delitos del autor, lleva publicándose con buena salud en Japón desde 2017 y ha llegado muy recientemente a las librerías españolas de la mano de la editorial Panini.
Sintomáticamente diferente resulta el caso de un artista que intenta una y otra vez hacer cosas nuevas pero está tan atado, consciente o subconscientemente, a su anterior gran éxito que termina preso de su propia fórmula y esclavo de la autoexigencia, a la que tampoco ayuda la preconcepción que puedan tener crítica o público sobre los cánones de su trabajo. Este es el caso de Tsutomu Nihei, mundialmente reverenciado por su colosal y enigmática Blame! Quizás sería injusto tildar al bueno de Nihei como un one-hit wonder, pues Sidonia no Kishi sí obtuvo cierto reconocimiento, especialmente en lo tocante a la primera temporada de su adaptación de anime, pero sigue siendo posible observar un patrón muy determinado cuando se habla de Biomega, Abara, Aposimz o la propia Sidonia. Puede que en el caso de la primera de estas cuatro tuviese más sentido, pues se vendió como una especie de precuela muy lejana, en cuanto diégesis temporal se refiere, de Blame!, pero en el resto de los títulos de Nihei siempre ha quedado muy patente la alargada sombra de su obra más famosa. Porque una cosa es tener un estilo determinado a la hora de trabajar, pero otra diferente es repetir una por una todas las particularidades que, aparentemente, hacían especial a tu obra, como una especie de SunStroke Project jugando la carta del inesperado epic sax guy en dos ediciones de Eurovision diferentes, aunque, como es de esperar, en la reiteración se pierda el carisma e impacto inicial. La enorme carga visual en la narrativa, los escenarios y espacios monumentales o la difusa frontera entre el humano y la máquina están siempre presentes en sus nuevos mangas, por encima de cualquier idiosincrasia propia y a veces de forma demasiado evidente para el bien de la propia obra. Inevitablemente, todos sus nuevos trabajos son comparados con Blame! de manera constante —flaco favor hacia cualquier obra, por otro lado— y, también inevitablemente, ninguno de ellos aguanta esa comparación. Quizás lo que necesite Nihei sea romper un poco su propia baraja y sacarse inesperadamente de la manga una comedia romántica ligera, que a otros como Seo Kōji les ha venido muy bien.

Puede que el enfoque más sano sea el tercero, que es algo tan sencillo como desafiante y complicado de lograr: superarlo. Aceptar que tu gran momento llegó, que tuviste la suerte de vivirlo en riguroso directo y que así como vino, terminó. Porque todas las cosas tienen un final. La carrera de Hiromu Arakawa es ejemplar en ese aspecto. Tras algunos apuntes prometedores, pero tampoco revolucionarios, como Shanghai Yōmakikai o Stray Dog, la por entonces joven autora sentó cátedra sobre cómo crear el manga de aventuras perfecto con Fullmetal Alchemist, un trabajo que hoy, más de una década después del final de su serialización, sigue siendo un pilar indispensable para entender el shōnen contemporáneo y que siempre alcanza con una facilidad pasmosa los primeros puestos en cualquier encuesta de popularidad. Desde entonces, la mangaka de Hokkaido ha mantenido un perfil más bajo —si bien aún en primera o, más o menos, segunda línea de su medio— con el que se ha dedicado a trabajar en aquello que le interese y apetezca, sin agobios y sin presión por el éxito, sea una comedia granjera como Silver Spoon, la segunda adaptación en viñetas de una historia clásica de novelas de fantasía, Arslan Senki, o un shōnen sencillo de evidente inspiración en Jojo’s como es Yomi no Tsugai. Arakawa no es un caso único, ni mucho menos. Muchos otros mangakas se han calmado bastante desde su eventual primer y único gran éxito y han mantenido una carrera mucho más tranquila desde entonces. Kenji Tsuruta bordeó el primero de los casos anteriormente mencionados, el de exprimir tu obra, tras las innecesarias continuaciones de Omoide Emanon —que si bien recibieron buenas críticas, estaban lejos de su primera iteración— pero tras la publicación de La Pomme Prisonnère parece haber encontrado una nueva dirección, una propia, que gustará a unos y desagradará a otros, pero que le aleja por fin de manías antiguas y le ha llevado a traernos prometedoras historias como Wandering Island o Momo Kanchō no Himitsu Kichi. Por otro lado, está claro que ni Big Order ni Nanatsu no Maken ga Shihai Suru son comparables en relevancia pública a Mirai Nikki, pero eso no parece preocupar a Sakae Esuno, que ha dado un paso al lado en su carrera y se gana tranquilamente el pan haciendo estos shōnens ligeros y no tan populares. Y mismo camino siguen autores de reverenciadas obras de culto como Yuki Urushibara en su etapa post-Mushishi o Hitoshi Ashinano después de la finalización de Yokohama Kaidashi Kikou, que se han dedicado a proyectos más alejados del estándar, pese a que sus magnum opus ya estaban ligeramente apartadas de los cánones más mainstream, y subsisten trabajando de forma sosegada, con menos presiones editoriales por estar más fuera del foco público.
La Rueda de la fama de la que Mötley Crüe hablaban en sus Trapos Sucios nunca deja de girar y, aunque en el manga funcione de manera diferente a la música, algo hay siempre en común: que es prácticamente imposible mantenerse eternamente en la parte más alta de un artilugio que da la vuelta sin cesar. Al final depende completamente de nosotros cómo queramos enfocar la innegable realidad que nos rodea. A veces es mejor perseguir nuestros sueños recurriendo a cualquier método o artimaña posible, otras tenemos que aprender a dejarlos ir.