Escribir sobre The Legend of Zelda es un poco como hacer un Trabajo de Fin de Grado de Tolkien para los de mi gremio. Hay mucho que rascar, pero también da la sensación de que está todo dicho y de que sería mejor no meterse en semejante fregado. Ese muro imposible de escalar que tanto miedo nos da al principio, bajo riesgo de caernos al foso… pero mira, aquí hemos venido a cruzar el abismo que nos separa. A empaparnos de lo que más tememos.
Existe una metáfora en el campo de la robótica llamada «teoría del valle inquietante«, formulada por el profesor japonés Masahiro Mori en 1970. Su objetivo era explicar las reacciones humanas hacia figuras antropomórficas, o dicho de otra manera, semejantes a la concepción que tenemos de nosotros mismos. Según esta teoría, conforme más nos acercamos a una figura antropomórfica (como puede ser un robot de apariencia humanoide), mayor es nuestro nivel de empatía. Pero, acorde a la teoría de Mori, si dicha figura se asemejase demasiado a nosotros, nuestra empatía disminuiría y se sustituiría por rechazo.
A menudo he visto utilizar la expresión «valle inquietante» de forma más coloquial, con el mero objetivo de describir procesos incómodos o incluso siniestros, a fin de describir situaciones que, a menudo sin más explicación que ese desasosegante escalofrío que cruza nuestra espina dorsal, nos generan algún tipo de ansiedad. ¿Es realmente terror o la decodificación de dicho proceso abarca capas más allá de lo que entendemos por miedo? ¿Hasta qué punto está relacionado con la familiaridad o con el extrañamiento?
La historia ha situado a The Legend of Zelda: Majora’s Mask (Nintendo, 2000) en una posición privilegiada, pero hay que remontarse a su fecha de lanzamiento para comprender su idiosincrasia. No se trató de una obra repudiada de salida (nada más lejos de la realidad, máxime con una saga tan querida), pero sí de una situación extraña por las siempre odiosas comparaciones. Tras el revolucionario Ocarina of Time, publicado tan solo un año y medio antes y confirmado como un clásico instantáneo nada más salir, Majora’s Mask tenía la difícil tarea de continuar su legado. Para más inri, era un juego ecológico, compuesto en un 80% de material reciclado (algo que a los jugones de hoy en día aparentemente les molesta mucho). Aquí entra la primera «inquietud»: ¿Cómo podrían aprovechar los modelos de aliados y enemigos en una historia a todas luces nueva? Presentándonos un mundo alternativo a Hyrule, Termina, con su propia idiosincrasia y conflicto. El ejemplo que más me chocó fue el de Koume y Kotake, las dos ancianas Gerudo de Ocarina of Time que juntas se convierten en Twinrova, uno de los últimos jefes del juego. Aquí son dos viejecitas adorables que nos harán la travesía más amable en el bosque cuando les ayudemos. Link, como héroe mudo, no expresará sorpresa ante esta situación, pero nosotros sí. Este tipo de situaciones nos harán arquear la ceja más de una vez en la primera partida, contribuyendo a una perenne sensación de que algo no marcha como debería. Tampoco ayuda verle la cara a la amenazadora luna a punto de causar el fin del mundo. Está siempre ahí, recordándonos que el final llegará cuando el crono lo decida.
Al principio del juego, Link recibe la maldición de Skull Kid (¿O Majora?), el antagonista del juego, convirtiéndolo en un niño Deku. No es uno cualquiera: en este tramo inicial nos encontraremos con un árbol Deku muerto y deforme: el hijo del mayordomo que encontraremos más adelante. Este mismo mayordomo especificará cómo le recordamos a su hijo desaparecido y la extraña sensación que eso le produce. Esto se repetirá cuando recuperemos nuestro cuerpo y adoptemos el aspecto de Deku con la máscara de rigor, pero no es el único caso. Cuando llevemos la máscara Goron o Zora, seremos confundidos con Darmani y Mikau, recipientes originales del alma que imbuye nuestras máscaras.

Todo el concepto de Majora’s Mask orbita en torno a la pérdida y la identidad, elementos que no todos los personajes perciben de la misma forma, pero cuyo peso emocional nos golpea una y otra vez en ese bucle temporal de tres días donde el jugador, como ente omnisciente, es el único que realmente comprende los hechos. Durante la partida, empatizaremos con los vivarachos habitantes de Ciudad Reloj y nos sumergiremos en los problemas de Termina, para poco a poco comprender, en el horror de la distancia, la angustia existencial de ver cómo se suceden una y otra vez. Una vez superemos la barrera inicial de la imagen mental que tenemos de esos personajes por Ocarina of Time, esa distorsión que hemos enterrado en el subconsciente por engañosa (o tal vez por verdadera, siendo Majora’s Mask la auténtica farsa), tendremos que superar otra: el peso de la inevitabilidad. La luna, las rutinas de los NPCs, el ciclo de muerte y renacimiento, la relación de Anju y Kafei (una de las mejores tareas opcionales que recuerdo en un videojuego), todo seguirá allí. Solo nosotros sufriremos el peso de cargar con el destino de Termina a los hombros, sin que prácticamente nadie lo recuerde. ¿O es que nunca hubo nadie real en Termina para recordar cómo derrotamos a Skull Kid y frenamos la luna?
Solo hay un personaje, aparte de Link, que parece ajeno a este ciclo: el vendedor de máscaras felices, situado en los confines externos de Ciudad Reloj. Él nos ayudará para luego encargarnos la tarea definitiva: recuperar la Máscara de Majora. Es uno de los tres personajes que repiten de Ocarina of Time conservando su ser intacto (con Skull Kid y Link) y su vasto conocimiento del mundo y sus acontecimientos lo convierten en una figura enigmática de principio a fin. Tampoco ayuda verle portar una máscara de cierto fontanero bigotudo a la espalda…

«Te has encontrado con un destino terrible, ¿verdad?» / ©Nintendo
Sin embargo, y sin querer quitarle peso a lo expuesto anteriormente, el pico absoluto de la aplicación del «valle inquietante» como al radica en la recta casi final del juego, con el ascenso a la Torre de Piedra y la Elegía al Vacío como singulares protagonistas. Cabe destacar que la elegía es una pieza musical de carácter lírico que lamenta la pérdida de algo o alguien. Esta canción se utiliza para crear una copia hueca, a modo de estatua, de nuestra propia forma corpórea en ese momento: Deku, Goron, Zelda y Link normal. Las representaciones de las tres primeras combinan una mirada muerta (por la ausencia de alma, ejemplificando el vacío que caracteriza a estas estatuas) con sentimientos negativos: duelo, rabia, sorpresa, de las cuales los recipientes originales que las inspiran cayeron presa antes de morir. Llama la atención, precisamente por el contraste situacional, que la más siniestra de todas sea precisamente la de nuestro Link. No tiene los ojos en blanco (tal vez porque nosotros sí estamos vivos), pero su mueca a medio camino entre el rostro travieso de un niño inocente y el peso de mil tragedias nos perturba. Se parece a nosotros y bien podría serlo, ¿por qué un cambio en su expresión nos intranquiliza? Porque podríamos ser nosotros. Porque representa nuestra decadencia y nuestro final. Esa es la explicación última de Masahiro Mori sobre el valle inquietante que bien podemos aplicar a la Elegía al Vacío.

«Si miras demasiado tiempo al abismo, al final el abismo también mira dentro de ti» Friedrich Nietzsche / ©Nintendo
En lo puramente narrativo, Majora’s Mask no rompe del todo con la tradición zeldiana de presentar una historia sutil, que nunca toma asiento en una fila por delante de su diseño y sus mazmorras, pero sí abandona su eterno viaje del héroe para soltarnos en un bucle temporal ajeno a la épica. Incluso salvar el mundo parece menos importante que en otras citas: es esa colección de pequeñas historias, diminutas y trágicas píldoras de angustia existencial que van calando poco a poco en el jugador, las que confirman el auténtico tejido de esta encarnación de la saga. Incluso en la clausura de la historia, inequívocamente feliz, la obra se recrea en la tragedia del mayordomo Deku, tal y como refleja la imagen de más arriba. Sí, casi al principio del artículo. No tienes problema en volver atrás a estas alturas, ¿verdad?