Durante el cambio de siglo tuvo lugar en Japón una tendencia cinematográfica que, tras partir de un origen que podríamos considerar casi de nicho, pronto revolucionó una de las ramas del séptimo arte, especialmente en esa franja ahora tan difusa que separaba lo indie de lo comercial. Eran historias protagonizadas por personajes jóvenes, habitualmente con alguna relación romántica en su guion, pero caracterizadas por reinterpretar las manidas bases del coming-of-age y tener siempre presente un sentimiento constante de inadaptación y soledad, así como una intimidad casi onírica, todo ello bañado por una estética bastante homogénea en su apartado visual e imaginativo ―muy centrado en planos amplios y secuencias lentas, así como en una relevancia proverbial del espacio narrativo― que terminó por sentar cátedra durante los años posteriores. August in the Water, de Gakuryu Ishii, fue uno de los primeros exponentes, allá por 1995, así como la aún más temprana Ai Mai Me, pero quizás fue All About Lily Chou-Chou, del genial Shunji Iwai, la obra más influyente de toda esta corriente, hasta tal punto que en contextos más informales casi podríamos hablar del shunjiiwarismo.
El mentado Shunji Iwai aparecería como protagonista, que no como director, en una película estrechamente hermanada con esta tendencia: Ritual, una de las primeras incursiones del por entonces ya célebre Hideaki Anno en el cine de imagen real. Anno venía de entregarnos un póker inolvidable de la animación contemporánea, y es que Top wo nerae!: Gunbuster, Nadia: El Secreto de la Piedra Azul, Kare Kano y, por supuesto, Neon Genesis Evangelion cimentaban una carrera corta, aunque prácticamente inigualable, en su campo profesional. Pero en lugar de dormirse en los laureles, el realizador nipón, ni corto ni perezoso, decidió dar un salto inesperadamente valiente al cine convencional. La incómoda y provocadora Love & Pop conformó su primer intento pero, poco después, daría de nuevo con la tecla de la excelencia gracias a Ritual, la cual aún podemos considerar a día de hoy y más de dos décadas después como su mejor trabajo fuera de la animación.

Un hombre desencantado con su empleo en el mundo del audiovisual decide renunciar y volver a casa. Se encuentra entonces en las vías del tren con una extravagante joven de comportamientos tan inexplicables como magnéticos, que vive aparentemente desconectada de la realidad. Cada día es la víspera de su cumpleaños, cada día ejerce una serie de liturgias que oscilan entre lo cómico y lo suicida, tanto en su casa ―un edificio de oficinas abandonado decorado con multitud de maniquíes, teléfonos y lámparas de colocación caprichosa― como en los rieles del ferrocarril, esperando, en sus propias palabras, cumplir correctamente su ritual para poder desaparecer por fin. Nuestro protagonista decide entonces acompañar a la muchacha en su día a día, descubrir el origen de sus males y documentar sus costumbres y quehaceres con su videocámara.
La película se expande durante todo un mes, en el que ambos personajes anónimos se encuentran y separan, conviven, se intentan comprender mutuamente, se fracturan y reparan el uno el otro y terminan irremediablemente encontrando una suerte de sintonía mutua. Puede que, en nuestra realidad, la solución más óptima a encontrarnos a una persona que sufre un grave y claro caso de trastorno obsesivo compulsivo ―y quién sabe qué más― no sea seguirle con una videocámara allá a donde vaya, mientras se intenta razonar con ella a través del silencio y de la interiorización de las propias penurias, pero Anno no pretende jugar aquí con la verosimilitud del mundo real, en ningún momento. Las reglas establecidas, para entendernos, son las del anime y gracias a ello hay hueco para desvergonzados pero funcionales histrionismos quirkys, sentencias pesimistas que harían palidecer al disco más miserable de The Cure y tal cantidad de explosivo conflicto psicológico que a veces puede semejar algo rayano en lo posirónico. Pero Anno no bromea, su trascendente intención es establecer un relato sólido, enternecedor y mucho más emocional que plausible sobre la soledad, el miedo al abandono y todas esas dolorosas barreras que levantamos a nuestro alrededor para que los demás no logren dañarnos, aunque con eso lo único que consigamos a largo plazo sea lastimarnos a nosotros mismos.
Si hacemos un poco de memoria, todo este ejercicio temático no es más que una continuación parcial de lo experimentado en Evangelion a través del personaje de Shinji Ikari, que a su vez no era más que la manera que tenía el director de plasmar todo aquello que le atormentaba y convertía por entonces su vida en un infierno. Más allá del discurso, todas y cada una de sus manías estéticas están también aquí, ya sean los cruces de vías del tren, las repetitivas sirenas de alarma al ocaso, los tranvías vacíos como sinónimo del ego desnudo o los primeros planos de un personaje con deformación angular ante los momentos de trauma incipiente. La lluvia es una constante, la decadente e industrial ciudad toma carácter protagónico y contextual y el edificio en el tiene lugar gran parte de la narración cobra vida propia como personaje ante la casi vanguardista lente de Anno, que retrata mediante la poesía de rojos y azules un inverosímil pero cálido viaje de sanación.

Tanto el anteriormente mencionado Iwai como la coprotagonista Ayako Fujitani ―escritora de la novela original en la que se basó la película y a quien podríamos ver poco después en un corto documental de Michel Gondry titulado How to Blow Up a Helicopter, en el que relata su tormentosa relación con su padre, el mismísimo Steven Seagal― están excelsos en sus papeles, con el primero aportando la constante de sobriedad e introversión necesaria para establecer un equilibrio a los volátiles y explosivos arrebatos de su acompañante, hacia la que resulta imposible no sentir una intensa ternura. Esto es especialmente de agradecer al estar ante una película relativamente dilatada ―supera las dos horas― que se juega casi todo su impacto al peso discursivo de uno de sus dos únicos personajes relevantes. Por si fuese poco, el remate final del filme es inesperadamente delicioso.
Así como vino, el shunjiiwarismo terminó por desaparecer. Nuevas tendencias sustituyeron, según avanzaba la primera década del milenio, a una corriente tan aferrada a un momento temporal concreto y a un estadio vital de su generación de creadores como en su día lo fue el grunge en el mundo de la música. Del ahora irregular Iwai hemos tenido recientemente tanto la perezosa Kyrie como la desgarradoramente inolvidable A Bride for Rip Van Winkle. Hideaki Anno ha vuelto por su parte a conquistar el planeta con su crítica a la clase política en Shin Godzilla y, sobre todo, su asombrosa reinterpretación de su obra magna con la última película de Rebuild of Evangelion, Thrice Upon a Time, que no hace más que evidenciar la drástica evolución de su creador a la hora de afrontar la vida y enfrentarse al mundo que le rodea. Pero hubo un tiempo no tan lejano en el que el mejor Hideaki Anno, el más crudo, triste, sincero y emocional, estaba lejos de su gallina de los huevos de oro, rodando Ritual en un parking inundado y lleno de farolillos rojos.
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