Probablemente éste sea el artículo más personal que haya escrito en bastante tiempo, pero justo por ese motivo también el que menos me ha costado escribir por estar relacionado con algo que conozco mejor que nadie: mi propia vida. De hecho, quizás de eso justo versa la saga de Animal Crossing: de un simulador de lo que nuestras vidas podrían ser en una dimensión utópica de colorida estética pastel. Sin más problemas que una hipoteca que podemos pagar sin fecha límite, ni miedo a que Tom Nook llame a la policía para derribar nuestra puerta. Sin más fastidios del capitalismo tardío que, como mucho, algunas herramientas que se nos rompan y tengamos que volver a fabricar en la tienda de Tendo y Nendo. Lo que hoy os traigo aquí no es una reseña de la última entrega de un juego ya parcheadísimo con todo el contenido que puede ofrecer — y con ello todos los ríos de tinta que se han vertido en las redes sociales—. Lo que os ofrezco es la perspectiva de una persona que, en cuyos últimos meses de inactividad tanto en lo lúdico como en lo profesional, una de sus mayores guías para perseverar en la rutina y ser mínimamente funcional era encender la Nintendo Switch para ver a sus vecinos de Nueva Deva.
Atención: aviso por contenido de spoilers, salud mental, transfobia y exclusión social general.
Para quienes hayáis leído otros textos míos: sabéis que como filóloga orgullosa que soy considero todo o casi todo producto de la sociedad como un mensaje. Es decir, un elemento codificado con su emisor, su receptor, pero sobre todo su significado literal y contextual. Bajo mi juicio, al menos, nada escapa a las leyes del lenguaje si es algo producto de nuestra sociedad, pero también al revés: toda comunicación es bidireccional y todo lenguaje está codificado por la sociedad. A lo que quiero llegar es a la premisa que todo el mundo parecíamos tener en mente cuando Animal Crossing: New Horizons llegó a nuestras Nintendo Switch apenas unas semanas después de desatarse la pandemia bajo el decreto de estado de alarma, en el caso al menos de España. Y es que, pese a la fecha del 25 de marzo ya fijada de antemano, a muchas personas ACNH nos llegó como un salvavidas tanto para nuestra salud mental como para un contacto humano y social que se nos había quedado encerrado en nuestras casas justo con nuestra cordura; o lo que quedaba de ella, si es que había. Convertimos ese medio en nuestro modo de comunicarnos, de abrir las puertas del aeródromo para ver lo bonitas que teníamos nuestras islas mientras nuestro mundo fuera de las consolas parecía abocado al apocalipsis, o a un revival del capítulo final de Evangelion aplaudiendo a las ocho de la tarde. Creo que no hace falta siquiera dedicar más líneas para algo que me parece que está muy dicho: todo el mundo que podía permitirse jugar con la Switch y pagarse su buena cantidad de euros por el juego fue feliz y comió perdiz. Bueno, perdiz no, pero sí su manzana, pera, melocotón o la fruta que le tocase tener en su isla.

¿Y luego qué? Han pasado más de dos años desde el Plan de Asentamiento en Islas Desiertas de Tom Nook. Los efectos biosanitarios de la pandemia del covid han mitigado con el tiempo, y nuestra rutina de ocio se ha ido recuperando. Mucha gente ha ido abandonando este juego, como es habitual y esperable, para jugar a otros títulos distintos. Por supuesto, muchos más factores tanto negativos como positivos entraron en juego para la inesperada máquina de vender consolas semiportátiles de Nintendo que ha sido Animal Crossing. El reciente parche y su DLC han proporcionado unas pocas horas más de diversión, nos han dado ganas de cocinar, de plantar verduras, coleccionar giroides, tomar un café con Fígaro, diseñar casas, cantar en la barca con el Capitán… En todo ese contenido y su desarrollo me voy a abstener de entrar en críticas con propósitos objetivos porque, como digo, prefiero narrar cómo lo he estado viviendo estos años y en especial estos meses. Y algo sí que tengo que decir: por algún motivo, con el tiempo hemos dejado de apreciar la dimensión humana de Animal Crossing: New Horizons.
¿A qué me refiero con «dimensión humana» hablando de esta saga? A un elemento o conjunto de elementos que, en comparación con otros géneros de videojuego incluso dentro de los juegos de simulación o gestión, me parece importante considerar por lo distintivo que es: nuestra creatividad, en su expresión más colectiva y amplia posible. Exceptuando como mucho quizás algunas entregas similares independientes, es asumible el hecho de que ningún otro juego de semejante popularidad como el Animal Crossing: New Horizons, ni siquiera sus predecesores, ha conseguido poner tanto énfasis en la comunidad y lo que personas de distintas partes pueden conseguir juntas. Este mérito también se lo lleva el hecho de que el mundo en el que vivimos cuando salió ACNH es un mundo considerablemente más cohesionado y conectado por las redes sociales y la cultura de internet que el mundo que vivió en 2012 la salida para la 3DS de Animal Crossing: New Leaf, todo sea dicho, y también con las desventajas que eso conlleva. Aún así, con las críticas merecedoras y necesarias que deben acompañar siempre a todo producto cultural hecho bajo la maquinaria capitalista global de una multinacional como Nintendo, desearía dedicar un pequeño homenaje a este juegazo por lo positivo que me ha traído y me sigue trayendo cada día. Al juego, pero, sobre todo, a su dimensión humana. A una de las comunidades en las que, como persona aficionada a los videojuegos situada en los márgenes de la sociedad cis heteronormativa, me he sentido más cómoda, activa e incluida.
En estas líneas no quiero poner en valor lo absurdamente fácil que es conseguir todos los giroides en pocas semanas o lo increíblemente difícil que me sigue siendo encontrar todas las obras de arte cuando no todas las semanas o incluso meses había podido conectarme. En estas líneas quiero apreciar lo que gente bonita que no conocía de nada ha hecho por mí no sólo en el juego donde la conocí, sino también fuera de él. Quiero hablar de las redes socioafectivas creadas más allá de los mares que rodean a nuestras islas. De que, aunque fuese en una vida virtual creada con unas reglas que nunca han sido diseñadas por sus jugadoras, los mundos trazados por éstas nos han inspirado para conectar como personas en momentos donde nos parecía imposible.
Es defendible que todos los videojuegos tienen su dimensión humana en este sentido, y buenas amistades se han iniciado echando unas partidas a los Fifa o los Mario Kart, o se han destruido cuando lanzas un caparazón azul. Pero creo que el caso de Animal Crossing es especial por el enfoque que ese juego otorga a elementos que refuerzan la creatividad colectiva como, por ejemplo, la facilidad con la que accedemos al portal de diseños personalizados y conocemos a artistas que idean ropa, complementos y otros accesorios con los que personalizar a nuestro personaje. Es en valores humanos como la creatividad donde videojuegos como éste se convierten en obras notables que hacen partícipes a todo el mundo. Como observación complementaria personal, mucha gente conoció la campaña iniciada por plataformas políticas como Podemos Asturies del Arguyu (Orgullo LGTB+ asturiano) gracias a los diseños de Sarape, con su proyecto en Twitter de Astur Crossing.

Esta dimensión humana tiene su parcela más individual en mi experiencia propia. En momentos recientes en los que he experimentando la exclusión social, privada de mi propio sostén económico y viéndome incluso algunos días incapaz de estar viviendo en mi propia casa por mi sufrimiento mental que ha perjudicado al resto, ninguneada en entrevistas de trabajo y en la constante mira de personas que creía que eran mis amistades más cercanas, es cuando he necesitado la rutina. La necesidad de tener un mínimo contacto con lo familiar, el esfuerzo que hago en cortar una cantidad concreta de virutas de madera o vender una cantidad de hierbajos a Gandulio para conseguir esa jugosa recompensa de Millas Nook. Hablo de ese maravilloso aspecto positivo de la ludificación, o cómo recompensar mediante un sistema de niveles y logros esos pequeños detalles que vamos coleccionando día a día, ese «hoy si tengo estas tareas hechas me doy por contenta». No os quiero mentir, para personas en el espectro autista y neurodivergentes esa característica tan identitaria de Animal Crossing: New Horizons ha sido nuestra panacea para construir nuestra vida fuera del juego en base a lógicas muy similares.
Soy consciente de que esto de cara al exterior puede sonar confuso o conflictivo, y que con esto doy impresión de ser una persona que apenas pisa la calle o tiene contacto humano, como suele pasar con la impresión que se tiene de personas como yo. Efectivamente no podía ser nada más lejos de la realidad, adoro darme mis paseos y hacer vida fuera en la calle, aunque no pasase nada malo en absoluto si no fuese el caso. Pero a veces, ante la alta de motivación o esperanza por vivir, reconforta saber que al salir de casa alguien te va a saludar para regalarte un mueble o ropa que no tengas, y no criticar tus pintas porque eres una persona trans hipervigilada. Quizás no sea aire de verdad lo que se respira cuando das una vuelta a la isla en busca de los mismos cuatro fósiles que ya tienes para que Sócrates los analice y puedas revenderlos, pero sí el alivio de saber que lo que diseñas en tu pueblo es algo que otra persona que juegue al mismo juego va a valorar y tener en cuenta. Es probable que las personas que tan necesitadas estamos de ser valoradas por lo que somos no consigamos en un medio limitado la dignidad que aspiramos en un mundo cada vez más inmenso y sin límites. Pero el modo en el que nos hacemos partícipes y creamos lazos en lo que nos es común es algo tan poderoso y valioso que ninguna nota de Metacritic le podría hacer justicia.
Hace meses que a lo único que juego es al mismo juego para desenterrar el mismo saco de bayas del suelo, intercalado como mucho con algunas partidas al Mario Kart 8 o algún título de la 3DS que me dé alguna dosis rápida de diversión arcade. Una persona a la que quiero muchísimo y que precisamente conocí por el Animal Crossing: New Horizons me prestó otro juego de la Switch. Tengo muchos otros comprados, pendientes de jugar desde hace casi años. El TDAH hace que me sea difícil la tarea de empezar cosas nuevas, pese a morirme de ganas por ello — y por supuesto, no sólo en este ámbito—. Aún no he podido jugar a nada más, como tampoco rehacer mi vida en algunos aspectos en los que he quedado tocada y traumatizada. A veces me asusta no saber diferenciar entre la ficción de creer que por crearme cinco nuevos perfiles de CV distintos voy a obtener alguna recompensa, y la realidad de que adoro ver mi isla de Nueva Deva tan deslumbrante que sonrío cuando dejo la Switch y hago mi rutina de escribir en cuadernos o salir a la calle.
Hace semanas que no os escribía por aquí, pero aquí estoy, muy contenta y orgullosa de que este juego haya conseguido que volviese a tomar las riendas de mi vida. No porque Nintendo haya desarrollado un sistema de fidelización notable o no, no por ningún control de calidad o experiencia concreta de juego, ni siquiera por lo bien renderizados o no que estén sus gráficos. Todo porque, en alguna parte del mundo o al lado de la cama con mi novia jugando con su Switch, a alguien le importaba mucho que las flores que yo regaba valiesen para un proyecto suyo para decorar su isla. Ojalá vivir en un mundo en el que pequeños detalles como ese sean amados y valorados.
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