Ya comenté en alguna ocasión en un artículo anterior que admiro la capacidad de hacer reír y crear drama al mismo tiempo. Pero otra cosa que me encanta es que un autor sepa mezclar conscientemente y de forma acertada fantasía y realismo.
Esto es lo que consigue Kei Kamiki, autor de Magu-chan: God of Destruction, uno de los mangas de la Jump que más me han gustado en los últimos años y que ha pasado bastante desapercibido. Y aprovechando que ha acabado esta semana pasada, me gustaría dedicarle un pequeño artículo.
Para quien no lo haya leído, Magu-chan: God of Destruction trata de una estudiante de instituto, Ruru Miyanagi, que vive en un pequeño pueblecito cerca del mar y que un día, en la playa, se encuentra con lo que parece ser un pulpo, pero en realidad se trata del dios de la destrucción, Mag Menuek, que a partir de ese momento, y para evitar tener que pronunciar ese nombre tan complicado para los humanos, pasará a ser conocido como Magu-chan.

¿Qué pasaría si mezcláramos criaturas propias del horror lovecraftiano con el típico slice of life escolar? Que nacería Magu-chan, donde Kamiki nos cuenta la peculiar historia de amistad entre una chica humana y un dios inmortal. Conforme avanza el manga, iremos conociendo al particular elenco de personajes de la obra, pues se irán uniendo a nuestros protagonistas nuevos dioses y compañeros de clase de Ruru, destacando especialmente Naputaaku el Loco, otro dios cuyo sueño es convertirse en cocinero.
Y aquí precisamente entra lo que comentaba al principio: esa mezcla de lo sobrenatural y lo cotidiano, tan natural que al lector no le sorprende que suceda; y no solo al lector, pues conforme avanza el manga observamos que los personajes aceptan la existencia de lo sobrenatural como si fuese algo totalmente normal.
Aunque bien es cierto que algunos personajes secundarios sí que se sorprenden y se asustan cuando Magu-chan se hace pasar (cómicamente) por humano, lo habitual es que no salten las alarmas, cosa que, como digo, tampoco ocurre con los lectores. Esto se debe a que Magu y compañía no son dioses creados para infundir temor; Magu-chan no es un manga de terror, está claro, y se evidencia en los diseños que buscan la apariencia adorable, casi de mascota, como de peluche. La obra nos deja claro que los dioses tuvieron un gran poder antaño y que fueron temidos por los humanos, pero aunque a veces veamos vestigios de ese poder (de nuevo, con pretensiones cómicas más que otra cosa), es imposible ver en los dioses actuales esa faceta; sirva como ejemplo para ilustrar estas palabras que el libro de los discípulos que usa Magu-chan para ganar adeptos para su destructiva causa no es otra cosa en realidad que un diario infantil que Ruru le regala.

Creo que es importante incidir en la relación entre humana y monstruo porque al final es el eje vertebrador de la obra, alrededor del cual giran las demás tramas secundarias; es bien cierto que Kei Kamiki no ha inventado este tropo ni mucho menos, pues se trata de un tema bien asentado que se ha tratado miles de veces en ficción, tanto en manga y anime como en videojuegos, cine, literatura… Pero es innegable que la aproximación de Kamiki es especialmente tierna, tratando el tema con una naturalidad y una delicadeza asombrosas. La amistad entre ambos personajes surge y fluye sin que el lector se aperciba de lo que está ocurriendo, y cuando nos damos cuenta, humana y monstruo son inseparables.
Ruru es una adolescente que vive sola en un pueblo pequeño y, aunque cuenta con un amigo cercano, somos continuamente conscientes de la soledad que empaña su día a día. Gracias a Magu, Ruru va entrando a formar parte de un grupo formado por otros adolescentes humanos y más dioses y poco a poco su soledad se va disipando. Uno de los capítulos más emotivos de la serie cuenta cómo la madre de la protagonista no puede llegar a tiempo a casa para verla en Navidad, y Magu hace todo lo posible para que Ruru sea feliz y no se sienta sola.

A lo largo de la obra vemos cómo Magu lo da todo por ella, cómo un ser en principio despiadado y cruel va adoptando poco a poco una de las virtudes más humanas de todas: la empatía, y cómo gracias a ella surge un vínculo irrompible. Por que sí, es evidente que Magu se hace humano y que es precisamente esa humanidad lo que permite que ocurra su amistad con Ruru.
Magu va poco a poco fusionándose con el entorno, formando parte de una cotidianidad y adaptándose a ella en tanto que esa es su nueva realidad; he hablado ya de cómo los humanos perciben a los dioses, pero también está el punto de vista del lado opuesto: cómo los dioses van amoldándose al estilo de vida anodino de los humanos, que, por supuesto, es fuente de gran parte de la comedia de que consta el manga, pues es obvio que los seres sobrenaturales no saben de las cosas que hacemos con normalidad los humanos y es gracioso ver cómo intentan aprender y adaptarse a esa realidad; por eso mismo tampoco es de extrañar que muchos de los capítulos versen sobre fiestas y celebraciones humanas, tanto japonesas como algo más universales, como Navidad o Halloween.
Magu-chan es uno de esos mangas que te dejan el corazón calentito al leerlo, debido sobre todo a esa ternura que permea toda la obra y que se sustenta, como ya he mencionado, en la amistad entre Magu y Ruru. Y precisamente por eso el final es doloroso, triste y esperable, pero al mismo tiempo adorable. Si me permitís el spoiler (si queréis evitarlo, no tenéis más que dejar de leer este párrafo a partir de este punto), Magu-chan: God of Destruction acaba de forma inevitable: Ruru fallece tras toda una vida junto a Magu, dejando al dios de la destrucción solo y desolado, porque los humanos somos mortales, nuestro tiempo en este mundo es limitado, mientras que los dioses viven para siempre.

Pero Magu sabe que Ruru siempre estará con él porque la relación que ambos han construido es única y especial; es el vínculo de la amistad. Y es ese recuerdo el que permite a Magu despertar de su ensueño una vez más y encontrarse con una de las descendientes de Ruru. La historia vuelve a empezar, es un final que vuelve exactamente al principio donde todo comenzó, al más puro estilo del realismo mágico.
El mensaje que nos deja la obra es que la vida hay que vivirla, da igual que sea anodina y cotidiana, da igual que no seamos especiales ni tengamos poderes. Ruru era una chica normal que vivió una vida normal junto a un ser sobrenatural al que asimiló en ese modo de vida, pero siempre merece la pena el camino; porque al final la vida, sea como sea, no es más que una sucesión de acontecimientos, ya sean buenos, malos o neutrales (habrá de todo), que merece la pena experimentar.