«La estética antes que todo y la ética la voy mejorando»
Salvador Dalí
Recuerdo cuando Pokémon aterrizó en tierras ibéricas, allá por 1999. Los chavales de la época habíamos estado calentando motores gracias a la serie de anime poco antes, teníamos nuestras Game Boy más que preparadas y tanto la edición Roja y Azul como su inmediata heredera, la Amarilla, resultaron un éxito rotundo entre todos aquellos críos que manoseábamos la rechoncha portátil de Nintendo. Y la cosa no quedó ahí. Fue como una fiebre de contagio imparable. Su fama sobrepasó todas las fronteras mediáticas o demográficas y los pequeños monstruitos se convirtieron en un fenómeno de masas como pocas veces se ha visto. La televisión estaba llena de anuncios de juguetes de la franquicia, en los patios de los colegios resonaban las batallas de tazos y hasta mi abuela se sabía las evoluciones de Charmander.
De eso hace ya más de dos décadas. Mi abuela se sigue acordando de que Charizard es una cosa que existe, faltaría más, pero los niños que recibimos con ilusión el desembarco de Pikachu y compañía en Occidente ya hemos cambiado. Hemos crecido. Nos hemos vuelto adultos. ¿Hemos madurado? Leyendas Pokémon: Arceus, demuestra —una vez más, para qué nos vamos a engañar— que no. Quien firma arriba de todo este artículo no ha tenido aún la oportunidad de jugar a lo nuevo de Game Freak, pero sería faltar a la verdad no admitir que es, de largo, el juego más entretenido de lo que llevamos del año, y de parte del pasado. Y todo por motivos completamente ajenos a jugar o no el título. Pokémon Arceus ha logrado desquiciar por completo a un sector grandísimo de los youtubers y streamers más importantes de habla hispana y, con ello, ha levantado en armas a sus hordas de fans como una auténtica revolución. Retahílas de insultos entre los seguidores y los detractores, multitud de vídeos en los que gente apretando mucho los puños vocifera, mientras escupe sacos y culebras a la pantalla, sobre absolutamente todo lo que está mal del juego y, mis favoritos, aquellos que directamente tratan de deficientes mentales —estoy citando textualmente aquí, y añado que es un término innecesariamente capacitista— a todas aquellas personas que disfrutan de la nueva obra de la saga. Menú más completo imposible. Diversión sin igual y entretenimiento sin fin para quien lo ve desde fuera. La más genuina divulgación y el ocio ético que nos merecemos.

No es intención del presente artículo entrar a valorar las características del juego porque, de nuevo, quien firma estas líneas no lo ha podido jugar aún y, segundo, resulta mucho más interesante, en los días actuales, divagar sobre este circo multimedia que se ha montado en las redes alrededor del título. La memoria es corta, pero si me permitís una analogía, muchos aún recordamos cuando en 2017 se incendiaron ciertos sectores de las redes por The Legend of Zelda: Breath of the Wild. Mientras la prensa nacional e internacional cantaban alabanzas de la nueva iteración de la aclamada saga, muchos usuarios ponían el grito en el cielo. Le inflaban la nota por ser de Nintendo, el juego no podía ser tan bueno, esos gráficos eran propios de juegos de Playstation 2 y por fin la franquicia Zelda comenzaba su aguardado declive. El tiempo puso todo en su lugar y hoy pocos recuerdan que, el día del estreno del juego, este fue bombardeado con reseñas negativas en Metacritic para hacer decrecer una nota que muchas personas —que ni siquiera habían podido jugar aún— consideraban injustamente inflada. Hoy Breath of the Wild está consensuado como uno de los mejores videojuegos de la historia y es usado, precisamente, en desafortunadas comparaciones con Pokémon Arceus.
El análisis al respecto es sencillo. La negatividad vende. No hay más que ver cómo el catastrofismo se lleva toda la atención en los noticiarios, desde siempre. El morbo, el enfrentamiento y la polémica también. Mirad a Sálvame Deluxe siendo líder de audiencia durante años, o El Chiringuito de Jugones. Y ambas cosas están intrínsecamente relacionadas en el mundo de las redes sociales, especialmente cuando se habla de videojuegos. Paula García, redactora de Eurogamer, decía en sus redes que podría «predecir la opinión general de los opinadorcitos profesionales de todos los videojuegos que fuesen a salir de aquí a finales de año». Y no le falta razón. En la corriente gamer —o incluso podríamos decir neogamer— actual hay una presencia muy alta de, por un lado, un componente extremo de negatividad en el análisis y, por otro, una gran cantidad de prejuicios contra obras aún no estrenadas. Habitualmente estos prejuicios se centran en el género de la obra en sí o la franquicia a la que pertenece, análogamente a cuando, no hace tanto, las pataletas nacían por la plataforma en la que se publicase, fuese de Sega o de Nintendo. Un tráiler, una imagen promocional, un fragmento de entrevista. Cualquier mínima pizca de información sirve para estructurar una crítica demoledora y tirar por los suelos el juego. El enésimo caso de juzgar a un libro por su portada, aderezado ahora con jugoso clickbait. Porque la negatividad no sólo da visitas, exaltando a la masa, sino también, previsiblemente y gracias a ellas, ganancia económica. Luego, el orgullo tiende a poder más que la honestidad personal y profesional y esas impresiones inicialmente injustificadas sobre lo que va a gustar y lo que no rara vez se ven subvertidas de cara al público una vez el título ve la luz.

Pero quiero ir más allá, porque al final esto es una columna de opinión y no un análisis sobre la ética del youtuber. Quiero hablar de dos conceptos importantes que a veces se nos pasan de largo. El primero es que los videojuegos son arte y, por tanto, deberían ser analizados de forma consecuente. Y ojo, porque como decía Duchamp, «un arte malo sigue siendo arte y debe ser tratado como tal». Los videojuegos arrastran desde hace mucho el pesado lastre de las revistas de los 80 y 90. Por entonces, el medio aún estaba, de cara al gran público, un poco en pañales y las publicaciones, incluso las especializadas, tendían a realizar el análisis de los títulos como si de un juguete tecnológico se tratase. Como quien escribe una review de un modelo de teléfono móvil. Gráficos, sonido, jugabilidad y duración. Y ya está, si algún punto de esos cuatro palos sale un poco peor, entonces el juego no es tan bueno. Y sí, con esto se hace referencia al discutido apartado técnico y, también, artístico del último Pokémon. Se decide que una obra es buena o mala, holística y categóricamente, en base a uno o dos de sus aspectos. A nadie en su sano juicio se le ocurriría tirar por tierra un disco excelso porque una de sus canciones no esté a la altura —ahí tenéis This Girl is Mine en Thriller, sin ir más lejos— o porque la pista de batería no esté bien producida o descartar una película con un mensaje conmovedor e importante porque uno de los actores tenga menor talento interpretativo que los demás. Y ya no hablemos de artes más pretéritas como la pintura o la escultura, porque el acercamiento a la hora de la opinión y, sobre todo, el análisis es radicalmente diferente. Aunque os prometo que pagaría por leer broncas tuiteras llenas de improperios y memes sobre si El Baño de Bathsheba no está a la altura del Filósofo en Meditación y que hay que hablar de una vez de Rembrandoomed, porque menuda decadencia se marca el tío después de 1651. Si los videojuegos son arte tenemos que elevar nuestro análisis estético y temático, no quedarnos en lo meramente formal o en la opinión superficial y el obra maestra vs puta mierda. No es un cachivache electrónico sin más, es una obra artística con una intencionalidad, un modo de producción y unas mecánicas. Este 2022 se cumplen 50 años del lanzamiento de Pong y parece que vayamos, tanto jugadores como crítica, totalmente a rebufo de lo que necesita el medio.
Lo segundo que quería mencionar tiene que ver un poco con el principio de este artículo. 1999 queda muy lejos, y nuestra obsesión con Pokémon también. No tiene por qué seguir siendo una franquicia para nosotros. Porque, muchas veces, el problema no es tanto la obra en sí, sino el espectador de la misma. A mí no me entusiasman especialmente los Dark Souls, por ejemplo, y tengo diversas opiniones no muy favorables al respecto de su planteamiento, pero entiendo que son obras que buscan otro target y tiene un número muy alto de virtudes apreciables, así como una influencia innegable. Hay visual novels con un guion increíble y personajes llenos de carisma, pero comprenderé que no sea un género que a quienes no disfruten de leer párrafo tras párrafo les entretenga especialmente. Y no pasa nada, de verdad. Hay tantas propuestas en el mundo del videojuego como gustos. Quizás Pokémon ya no sea para ti. Quizás ahora necesites un estímulo diferente, otro tipo de juego. Uno sin tutoriales largos, como este Arceus, uno que cuide especialmente el apartado técnico, uno que provenga de una franquicia menos multimillonaria o, simplemente, uno sobre el que no tengas instaurados unos prejuicios que ya no puedes, o quieres, sacudirte.
Opiniones hay para todos los gustos, y el arte, por su mera existencia, es capaz de generar sentimientos mucho más fuertes de lo que esperamos, pero todo el festín demente y vergonzoso que se ha montado alrededor de un único videojuego, reproduciendo las estructuras discursivas más censurables de los gamers de los que tantas veces nos hemos quejado, faltando al respeto de manera exagerada a toda persona que lo disfrute, incluso llegando a romper irracionalmente relaciones previamente cordiales sólo ha demostrado una única cosa: que quizás mucha gente haya evolucionado aparentemente, en sus gustos y disfrutes videojueguiles pero que éticamente, a nivel de madurez, de su comportamiento y de interrelacionarse de manera sana con sus semejantes, sigue anclada en su infancia de 1999.
Posdata: Que se me perdone el citar a mala gente como Dalí, al inicio del artículo, pero la frase venía como anillo al dedo.
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