Eighty-Six, Dulceida y el salvador blanco

Existe gente que aún mantiene que el anime no es, o no tiene que ser, político. Pero, por supuesto, la realidad está bastante alejada de esa visión. La visión protolibertaria de One Piece es una visión política, el control de las personas con habilidades especiales por parte de gobierno en Boku no Hero Academia o One Punch Man es una visión política —que en los superhéroes occidentales se evitó durante años— y, por supuesto, la elección de la esvástica/manji como símbolo de Tokyo Revengers o la polémica sobre el imperialismo alrededor de los pendientes de Tanjiro en Kimetsu no Yaiba es también política. El arte como tal es indivisible de la política, sea de forma más evidente, más velada o incluso por omisión, pues la neutralidad será siempre, igualmente, una posición ideológica. Normalmente, las polémicas habituales de internet suelen obviar esta base y pasar a centrar el debate en las obras que son más explícitamente políticas en su planteamiento y desarrollo, se llamen Code Geass, Legend of the Galactic Heroes o Shingeki no Kyojin. Y 86, también conocida como Eighty-Six, es uno de esos casos.

La segunda parte de 86 está siendo uno de los animes más seguidos de la presente temporada otoñal y eso es debido en gran parte al excelso trabajo realizado por A-1 Pictures en su primer segmento la pasada primavera, adaptando de forma más que notable el inicio de la ya famosa saga de novelas ligeras de Asato Asato. Yendo al tema que nos ocupa, 86 es un anime político en el sentido más clásico de la palabra. Ya no sólo es que las organizaciones territoriales y modelos socioecómicos de su espacio diegético cobren una importancia fundamental en el planteamiento de la propia historia, sino que la misma trama se estructura en base a una serie de ideas muy claras y explícitas que orbitan en torno a cuestiones que durante todo el siglo XX han recabado una relevancia ideológica fundamental. La guerra como progreso o retroceso, la opresión de pueblos más débiles y el paternalismo derivado, el propio sentido de la vida y la muerte. Mucho tiene cabida aquí y es un anime sobre el que podríamos escribir libros enteros, así que este artículo intentará centrarse en un aspecto muy concreto.

Spoilers leves del anime a partir de este punto.

San Magnolia, la República en la que tenía lugar la primera temporada, era un claro y heterogéneo híbrido entre Francia y la Alemania nacionalsocialista. Un territorio que opera bajo aparentes mantras de progreso, igualdad y fraternidad, pero que en sus raíces se apoya en un sistema racista, clasista y que cimenta el funcionamiento más básico de su sociedad en que el pueblo mantenga forzosamente a una casta privilegiada, llamados albas en referencia a los arios, que obtiene dicho trato de favor por su etnia y estatus económico. Son los habitantes del barrio exterior que circunvala el país, el octogésimo sexto, quienes se ven obligados a luchar en la cruenta guerra contra los remanentes robóticos del Imperio de Giadian. Son las personas carentes de tez pálida y cabellos y ojos plateados quienes tienen que dar su vida para que un número mucho más reducido de nobles y burgueses puedan continuar con sus vidas hedonistas y contemplativas. Son ellos quienes ven extirpados sus derechos más fundamentales, equiparadas sus existencias a las de parias, esclavos y reducida su humanidad hasta verse convertidos en poco más que alimañas, carne de cañón que evita que los de arriba deban mancharse las manos.

Lena y Shinei, la salvadora aria y el oprimido combatiente / ©Aniplex

Pero, yendo levemente más allá de lo totalmente explícito, una de las ideas más interesantes en las que Eighty-Six incide una y otra vez está personificada especialmente en Vladiena Milizé, la principal protagonista del arco inicial de la serie. Ella es alba, nacida en el seno del privilegio más absoluto en San Magnolia. Una persona que tiene todo lo que los habitantes exteriores querrían para sí y a la que se le encarga la tarea de monitorizar y organizar a distancia al batallón más problemático y rebelde de los 86, liderado por Shinei Nozen, el más mortal de todos los soldados del frente. Pero Lena es aparentemente muy diferente a sus compatriotas. Mientras los demás oficiales ven a los soldados como una masa sacrificable sin importancia, ella se preocupa por los suyos, les dice que sí cree que sean personas y les pregunta, interesada, por sus vidas, inquietudes e impresiones. Incluso llega a entristecerse genuinamente cuando alguno de ellos muere en combate. Una persona virtuosa, aparentemente.

Aportemos contexto. Hace un par de años la influencer Aida Domenech, más conocida por el gran público como Dulceida, fue objeto de polémica en el internet de habla hispana. El motivo, un viaje promocional y turístico por África en el que, ni corta ni perezosa, se dedicó a fotografiarse feliz con varios niños de las aldeas locales, a los que regalaba gafas de sol, y a postear las instantáneas en sus redes sociales, acompañadas de mensajes vacíos como “qué bonito hacerlos sonreír”. Orgullosa. Muy orgullosa de haber salvado sus pobres y lamentables existencias. Luego se volvería a su casa, habiendo ya recaudado todos los likes posibles, y no se volvería a acordar de esos niños desgraciados jamás. Era el enésimo ejemplo de esa creencia tan arraigada de que sólo Occidente puede ayudar a los países tercermundistas con actos caritativos. De que sólo el Hombre Blanco Salvador puede solventar toda la miseria —irónicamente causada por él desde los tiempos coloniales— y ayudar a esos pobres niños que no tienen acceso a una educación desarrollada, un sistema sanitario adecuado o, en muchas ocasiones, siquiera agua potable. Y además no cambiando un sistema tardocapitalista mundial explotador y dejando que esas personas puedan labrarse un futuro alejados de expolios y dominación postcolonial, sino regalándoles unas bonitas gafas de sol. Para que puedan sonreír.

Como la realidad y el arte van siempre de la mano, el tropo del salvador blanco es uno de los más socorridos en la historia del cine. Habitualmente un héroe, en numerosos casos varón, se topa con una cultura exótica oprimida o artificialmente exotizada —que de eso podríamos hacer otro artículo competo— y, de forma moralmente intachable, decide convertirse en el adalid de esa pobre gente y auxiliarles con sus desgracias. Por norma general, y aunque recientemente se ha exportado a la ciencia ficción, como en Avatar, este planteamiento ha sido muy utilizado en obras de carácter histórico o pseudohistórico. Sin ir más lejos, la película El Último Samurai transcurría durante la Restauración Meiji de Japón, periodo que marcó el fin del Shogunato Tokugawa, de los espadachines con katana y del aislacionismo —el sakoku— internacional de la región. ¿El héroe de la película? ¿Aquel que ayuda a los pobres japoneses con sus desventuras y tribulaciones y se convierte en la clave de toda la trama? Como no podía ser de otra manera, el coronel Nathan Algren, militar estadounidense interpretado por Tom Cruise. Lágrimas del Sol, La Historia de Ron Clark o incluso Stargate son sólo algunos de los innumerables ejemplos del séptimo arte reciente en los que este tropo tiene un peso central. Habitualmente todo esto se apoya en un discurso moral, en un individuo protagónico de principios éticos intachables que no puede soportar las injusticias que presencia contra los desfavorecidos y da su mayor esfuerzo por solucionar esos problemas. El problema aquí es que se termina privando a esos desfavorecidos, que casualmente siempre pertenecen a pueblos y sociedades no blancas y no occidentales, de ser agentes en la historia. Quien lleva el peso de la trama, quien causa las inflexiones dramáticas y quien ejerce el cambio es el salvador blanco. Los otros personajes son objetificados, meros significantes reactivos sin significado, una excusa del guion para que nuestro héroe pueda resplandecer a su costa, embutido en su brillante e inmaculada armadura de bondad y misericordia.

Lena Milizé es la quintaesencia de este fenómeno en el anime actual. Desde la tranquilidad y comodidad de su despacho ella se conecta a distancia, vía auditiva, con los soldados de su división. Una vez termina su jornada laboral se vuelve a su casa, donde le espera una cena caliente y una cama cómoda en la que reposar, mientras los eighty-six se las apañarán como puedan para racionar su escasa comida en el frente e intentarán conciliar el sueño sin saber si un ataque sorpresa los eliminará mientras duermen. Al día siguiente volverán a luchar, a combatir por un país que los utiliza pero no respeta, que los manda a la batalla para que unos pocos puedan continuar con sus vidas privilegiadas. Lena empieza, poco a poco, a sentir la disonancia cognitiva en todo esto y se preocupa genuinamente por ellos. Como se mencionaba unas líneas más arriba, ella es diferente, no es una racista que les niega su propia humanidad, ella está claramente consternada por su situación e intenta siempre hacerles ver que los considera dignos de respeto. Se compromete a ayudarles como pueda. ¿Otra vez el mismo discurso? ¿Otra vez una salvadora externa y superior siendo la responsable de si los pobres diablos oprimidos tienen éxito o fracasan?

Los niños soldado, esta nueva temporada con un 33% más de derechos humanos / ©Aniplex

Afortunadamente, Eighty-Six se encarga de subvertir de forma rápida y tajante esta narrativa. Desde el primer momento se nos ofrecen las dos versiones del relato por igual, de forma completamente equilibrada. La visión de Lena y su sensibilización tiene un peso importantísimo, sí, pero también las existencias diarias y las misiones de Shinei, Kurena, Theoto, Raiden y Anju. Las vidas de unos adolescentes que ya han presenciado más tragedias y dolor que cualquier adulto o anciano de San Magnolia. Unos soldados que saben que están condenados a ser utilizados hasta que mueran para que unas personas que no han conocido ni conocerán puedan seguir disfrutando de sus tostas de caviar en sus lujosos salones. Ríen, lloran, viajan, se enamoran, sufren la desesperación más absoluta y llevan a cabo las heroicidades más inverosímiles. Todo por su cuenta. 86 vuelve agentes a los desfavorecidos, les ofrece voz y protagonismo y, como se está viendo en esta segunda temporada, les proporciona por fin la llave de su propia evolución y futuro.  Lena, poco a poco, se vuelve cada vez más consciente de que esa suerte de bienestarismo respetuoso del que hacía gala no era más que una conjunción de excusas vacías, una farsa buenista desde su posición superior que utilizaba para evitar replantearse el auténtico quid de la cuestión. Se da cuenta progresivamente de que no puedes ayudar individualmente a una multitud de personas socialmente excluidas y cuyas vidas son arrojadas a la basura sin derruir primero el sistema que perpetúa esta desigualdad, sin una revolución que sacuda los cimientos de esa sociedad enferma y genere un cambio real. Sin una tabula rasa que permita una equidad justa, una igualdad de derechos fundamental y una reconstrucción social completa.

Esta segunda temporada saca incidentalmente a Lena de escena durante muchos capítulos y esto emancipa del tiránico tropo aún más al resto de protagonistas. Shinei y compañía, tras separar sus caminos de la República, conocen un nuevo país, con una sociedad diametralmente opuesta a San Magnolia, para bien o para mal, y la acción se centra en cómo intentan readaptar unas vidas que ellos mismos ya habían asumido que no eran suyas y que ya daban por perdidas y sacrificadas. Al final continúan en combate porque, tristemente, es lo único que han conocido y lo único que creen que saben hacer, pero la llave de su porvenir sigue estando en sus manos. Ellos pueden salvarse o perecer. Podrían dejar el frente y dedicarse a cualquier otra cosa que se les ocurra o, como deciden de motu propio, pueden liderar heroicamente el ataque contra las armas automatizadas de Giadian para liberarse, a ellos y al mundo, de una guerra que ya ha durado demasiado. Nada de esto depende ya de Lena. Ella los guarda en su recuerdo, se pregunta cómo les irá y, por supuesto, continúa teniendo peso en la historia, librando sus propias y necesarias batallas, pero todas las consecuencias narrativas aquí para estos cinco soldados son derivadas de la acción o inacción que puedan llevar a cabo ellos mismos. Son dueños, al menos a nivel de ejecución de trama, de su propio destino y son ellos y nadie más quienes le dan significado al relato.

Personalmente, no sigo las novelas debido a que, hasta hace relativamente poco, no existía una traducción oficial o en condiciones, pero, sin conocer aún cómo serán las aventuras venideras de Lena y los eighty-six, no tengo demasiadas dudas de que Asato Asato nos va a seguir planteando discursos sociales incómodos, pero necesarios, y que va a lograr continuar un equilibrio, que ya está resultando excelente, entre el crecimiento moral y personal de Lena y la relevancia real y argumental de Shinei y los suyos.

Un comentario en “Eighty-Six, Dulceida y el salvador blanco

  1. Tenía mis dudas sobre si empezar el anime pronto, y este excelente artículo me las ha disipado. ¿Una historia bélica que no teme tocar temas delicados y hacerlo de forma clara? Compro.
    ¡Excelente trabajo ^^!

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